¡SILENCIO, QUE EL RUIDO VA A HABLAR! Escritura y cuerpo desde una lectura a Val Flores

Revista Estudios Avanzados 36, julio 2022: 67-78. DOI 10.35588/estudav.v0i36.5632 ISSN 0718-5014

 

¡SILENCIO, QUE EL RUIDO VA A HABLAR!

Escritura y cuerpo desde una lectura a Val Flores

 

SILENCE, THAT NOISE WILL SPEAK!

Writing and body from a reading to Val Flores

 

Aschly Elgueda[1]

 

 

Resumen

Este artículo tiene por objetivo indagar y reflexionar sobre la escritura, reconociendo su capacidad de validación y visibilización de la experiencia. El marco conceptual que se propone responde principalmente a una revisión bibliográfica acotada al trabajo teórico-escritural de Val Flores. En primera instancia, este artículo ensaya la relación entre la escritura y ciertas figuras que, a nuestro entender, contribuyen a la comprensión del proceso escritural; Frankenstein, como metáfora de un deseo de racionalidad-unicidad, y, el caballo de Troya como despojo en el ejercicio de escritural. En una segunda instancia, proponemos la noción de escribir contra sí misma, presente en el trabajo de Val Flores como una clave de escritura que permite ampliar y dislocar los márgenes de movilidad y organización de las experiencias, y que, creemos, se manifiesta con ahínco en el proyecto “Chonguitas. Masculinidades de niñas”.

Palabras clave: escritura, Valeria Flores, chonguitas, experiencia, cuerpo.

 

Abstract

This article aims to inquire and reflect on writing recognizing their ability to validate and make the experience visible. The proposed conceptual framework responds mainly to a bibliographic review limited to the theoretical-scriptural work of Val Flores. In the first instance, this article rehearses the relationship between writing and certain figures that, in our opinion, contribute to the understanding of the scriptural process; Frankenstein, as a metaphor for a desire for rationality-uniqueness, and, the Trojan horse as dispossession in the exercise of scriptural. In a second instance, we propose the notion of writing against herself, present in the work of Val Flores as a writing key that allows to expand and dislocate the margins of mobility and organization of experiences, and that, we believe, is strongly manifested in the “Chonguitas project. Masculinities of girls”.

Keywords: writing, Valeria Flores, chonguitas, experience, body.

 

 

I. A pasos afrankenstiados

 

Comenzar por un silencio. Por los ecos de

un silencio. Por hacer hablar ese silencio. No

para hacerlo callar sino para desplegarlo en

sus efectos. Un silencio de una experiencia

corporal y de las confrontaciones subjetivas

contra los límites de las regulaciones del

género. Un silencio que nos toca a tod*s, de

distintas maneras y con diferentes

intensidades. Pero nos toca al fin.

Valeria Flores

 

La actualidad pluritemporal no es previa a

la multitud jalonada de tiempos, del mismo

 modo que el cuerpo de Frankenstein no es

 anterior a los trozos que lo componen. La

 actualidad no precede a los archivos que la

 pueblan y se constituye desde la plétora de

 presentes, lejanos entre sí (lejanos también de

 sí mismos) que coinciden activando memorias,

 abriendo pasajes que se disgregan sin centro.

Willy Thayer

 

A pasos afrankenstiados la escritura se hace un cuerpo, cuyos límites y sujeción designan modos y lugares de lo habitable, de lo decible y representable. En ella, se ficcionan también arquitecturas abyectas e innombrables, cuyas posibilidades son dirigidas a la frontera de lo monstruoso, a los límites y márgenes de los no-lugares. Decir de la escritura que entrevé la necesidad de tensionarla, del colapso mediante la viabilización de otros cuerpos, modos y horizontes como posibles y habitables, por fuera de los discursos normativos que han articulado las ideas en torno al sujeto público, desde una universalidad que opera desde ningún lugar y que, no obstante, se afana en capturarlo todo. “La escritura es una máquina de visibilidades e inteligibilidades: una máquina de luz y, por lo tanto, de sombras” (Flores, 2014: 13), [2] una máquina que no cesa de producir(se) y reactualizar una matriz de inteligibilidad que discrimina qué experiencias pueden ser leídas como tales, y cuáles no. Catalina Trebisacce ha señalado que una matriz de inteligibilidad responde al “resultado de una interpretación del funcionamiento de opresión de las mujeres, que anticipa las experiencias posibles de ser reconocidas como tales y las recorta de otras que no consiguen siquiera ser visualizadas” (Trebisacce, 2016: 291). Esto quiere decir que una matriz de inteligibilidad habilita márgenes y posibilidades para los cuerpos, definiendo una óptica particular que estructurará el régimen normativo. Y, cabe señalar, no solo en función de la categoría mujer, sino que instalan y (re)producen las experiencias y posibilidades de sujetos/as subalternos/as. A saber, cada matriz de inteligibilidad se empina como una conquista para los movimientos que luchan por la visibilidad; sin embargo, al mismo tiempo que propicia cierta visibilización y legitimación de experiencias (antes ni siquiera visualizadas) junto a los mecanismos de institucionalización, también oscurece otras experiencias y vidas, anulándolas, clasificándolas como imposibles, obviando el carácter complejo e inapropiable de toda experiencia. ¿Por qué insistir en la escritura cuando demandamos la invención de nuevas posibilidades, de nuevos horizontes para habitar lo político? ¿Cómo pensar críticamente en la potencialidad de la escritura como práctica para siquiera imaginar nuevas articulaciones de la relación del yo —más adelante yoes— con las ficciones que lo exceden? ¿Cómo instar, incesantemente, por formas y modos de escritura que desafíen las prácticas normativas que habilitan solo algunas vidas como posibles? Son algunas de las preguntas que orientarán el trabajo de ensayo escritural que se propone. En función de ello, se vuelve insospechadamente urgente pensar una escritura que disloque o tensione los márgenes de lo dicho, de lo escrito y lo visto, y por ende de lo real existente; una escritura que al mismo tiempo desarticule y module lo que para la oreja no es más que puro ruido, grito o sollozo. El ruido es ruido porque así fue nombrado, descrito y articulado. El cuerpo que solloza lo hace porque está posicionado en un lugar específico, donde la afección vacila entre la visibilidad y/o la aceptación de los cruces que transita.

La potencia de la escritura radica en su capacidad de montaje, articulación y empalme de un cuerpo en un espacio y un lugar determinado, clausurado a ciertas prácticas y hábitos de lo aceptable, proyectando órdenes de subjetividad con posibilidades de visualización y, asimismo, de legitimación ante un orden normativo de las políticas del cuerpo. La escritura constituye una tecnología de pensamiento con “capacidad de subjetivación, que construye sujetos y sujetas” (Flores, 2009: 4), organizando el cuerpo y sus flujos, estableciendo cierta racionalidad como un logos que atraviesa lo heterogéneo, aglutinando y articulando políticas en el cuerpo y del cuerpo. Toda escritura comienza por la determinación de aquello que nombra; hábilmente, amojona afecto, intensidad, movimiento. “La escritura es una técnica del cuerpo”, expresa Val Flores (Flores, 2013: 76), lo produce y lo tensiona mediante la herramienta de la lengua dominante en un marco de producción que le es propio. “Así, la práctica escritural es un modo de hacer del cuerpo una tecnología de pensamiento que organiza política y mágicamente los gestos de la vida y los guiños de la muerte” (Flores, 2016: 247). Un modo de hacer del cuerpo, en su relación con la práctica escritural, como un cuerpo hecho de fragmentos de otros, un cuerpo afrankenstiado que emerge como respuesta a la necesidad de dominio de lo real, como una forma de legitimación de un orden por establecer; y en este sentido, como una metáfora del deseo de instalar una racionalidad. En cuanto a la escritura y a la reflexión que aquí se proponen, el cuerpo escritural se constituye como afrankenstiado en tanto que desea esta experiencia objetiva-universal, un yo o una racionalidad que (se) inscribe. Decir “Frankenstein” nos remite rápidamente a una imagen cinematográfica que propone la opacidad, la rigidez y lo monstruoso de su composición, al mismo tiempo que nos hace reflexionar sobre cómo un cuerpo se erige a condición de un adecuado ensamblaje y de los acoplamientos necesarios, de una racionalidad que lo atraviese y lo articule a partir de un nombre.

 

El Frankenstein de Mary Shelley puede servir de diagrama aquí. Su cuerpo no es anterior a los trozos que lo componen. Tampoco una síntesis posterior. Frankenstein se disemina en la multiplicidad de injertos policrónicos en que se activa […] en cada fragmento la totalidad, y la totalidad del fragmento. Esa multiplicidad no debe entenderse como multiplicidad de trozos provenientes de cuerpos originales, sino como multiplicidad cuyos cuerpos de proveniencia son, a su vez, como el cuerpo de Frankenstein. (Thayer, 2010: 127)

 

Pensar la escritura como un cuerpo-collage, cuyas marcas no preexisten a la opresión sino que se articulan a raíz de ella como energía de ensamblaje. La escritura, como práctica de pensamiento, inscribe, registra y archiva procesos del conocer y del darse a conocer.

Se nombra Frankenstein y ágilmente el relato de lo no-humano, de un cuerpo fragmentado, nos invade. Cada trozo, cada parte no proviene de un cuerpo original, ha señalado Thayer (2010), sino que cada parte proviene de un cuerpo similar al de Frankenstein: multiplicidad de cuerpos haciendo un cuerpo. Múltiples otros y otras que aparecen en el reconocimiento de sí, como las múltiples partes que componen un cuerpo afrankenstiado. Reconocemos esta ficción porque nos organiza, porque no se existe si no es en relación —como un evento policrónico—, cada fragmento como totalidad y la totalidad en cada fragmento. Nos constituimos como sujetos/as a partir de la construcción de relatos que devienen de estos modos relacionales, del surgimiento de estos yoes que se (des)hacen en el reconocimiento de las ficciones, o bien, de las identidades. “Todo cuerpo entraña una aporética, un pensamiento de lo terminado y lo indeterminado” (Castillo, 2007: 85), otro modo para nombrar un cuerpo que se construye afrankenstiado, en tanto que cada retazo se supone contradictorio en su ensamblaje, siempre abierto, desplegando múltiples planos en un activo movimiento de racionalidad, que la escritura registra, inscribe y archiva como una práctica afectiva y política.

A través de la escritura se mira el mundo y “la visión es siempre una cuestión del ‘poder de ver’”. “Todos los ojos, incluidos los nuestros, son sistemas perceptivos activos que construyen traducciones y maneras específicas de ver, es decir, formas de vida” (Haraway, 1995: 327), observa Haraway. Por eso, toda práctica visualizadora lleva implícita cierta violencia (Flores, 2009: 19).

“A través de la escritura se mira el mundo”, razón necesaria para acercarse al cuerpo de la escritura y a la escritura sobre el cuerpo, como un lugar de disputa permanente que despliega coordenadas de luces y sombras, donde se (des)dibujan posibilidades y perspectivas de mundos posibles. “Si es posible establecer alguna correspondencia entre cuerpo e imagen, esa correspondencia estaría en la letra”.[3] Se codifica el mundo a partir de un ojo activo que construye maneras de ver, al decir de Donna Haraway, como un salto fuera del cuerpo, recurre a la primera diferenciación entre el sujeto que conoce y el objeto conocido (1995). Desde aquí, el ojo se torna la medida de todo saber, de toda escritura, asimismo, de toda posibilidad. Cuerpo e imagen cuya correspondencia no es otra que la escritura, en palabras de Alejandra Castillo: “una correspondencia paradójica, a decir verdad. Puestas en el ejercicio de establecer el juego de intercambios que implica el co-responder, podríamos preguntarnos, a pesar de la extrañeza, por la antelación, la anterioridad, del cuerpo frente a su espectro impreso” (Castillo, 2007).

 

II. Partir por una pregunta

 

Y aquí cuando la pregunta por el cuerpo de

 la escritura exhibe escandalosamente su

 vocación paradójica. Muchas veces, cuando

 se escribe (se esté escribiendo acerca del

 cuerpo o no), se escribe con la intención de

 construir un cuerpo (o mejor dicho, valga la

 paradoja, se escribe con la intención de

 intentar un cuerpo).

Valeria Flores

 

Código curioso que anudando la ley del

 alfabeto y del diccionario no solo delimita

 sino que constituye letra por letra un cuerpo.

 No podemos dejar de advertir que establece, a

 su vez, un orden de dominio. No hay cuerpo

 sin letra.

Alejandra Castillo

 

“¿Qué potencia asume una política escritural que se construye como un contra-mapa de la identidad?” (Flores, 2009: 3) es una de las preguntas que abre el texto Escribir contra sí misma: una micro-tecnología de subjetivación de Val Flores (2009), y que invita a prestar especial atención, a lo largo de su lectura, a la potencia política de la escritura en tanto que esta se posiciona como una tecnología de subjetivación o de modulación de un yo, el que al mismo tiempo se nos escurre en la medida que lo interrogamos. ¿Qué se dice de ese yo?, ¿qué ojo figura como el soporte perceptivo activo que sostiene la representación de ese yo que es nombrado? “No puedo hablar con mi voz, sino con mis voces” (Pizarnik, 2001), son las palabras que Val Flores ha escogido para iniciar su escritura, invitando a la posibilidad de pensar un yo no establecido o estático, alejado de la permanencia en tanto a lo que se es, un yo que no es unicidad sino que deviene múltiple.

La insistencia de y con la escritura, en su capacidad de crear archivos de posibilidades, de intervenir en la articulación de las palabras, se entrevé como la intervención en la organización de la vida y, de este modo, se abren posibilidades para pensar múltiples registros, heterogéneas formas de habitar la vida y de hacerse un cuerpo, a contrapelo de ese yo estático y único como modelo normativo, sedimentado en la idea de un sujeto constreñido a categorías identitarias y representacionales. Escribir contra sí misma, en tanto propuesta escritural encarnada que se irgue para disputar la escritura como un espacio de creación y articulación de discursos hegemónicos, se presenta al pensamiento bajo la condición del abandono de la presencia o permanencia de ese yo, de lo que es. Habitar el descampado como espacio político nos predispone a interrogarnos respecto de las múltiples prácticas que nos (se) constituyen, las cuales muchas veces se nos presentan como contradictorias, a la vez que fantasean temerosamente con algún día ser nombradas. Es en la insolencia de la apertura del yo donde se abre la posibilidad a una responsabilidad de pensar e introducir la experiencia como categoría política afectiva y escritural, asegurando engranajes de sobrevivencia. Un yo “dividido y contradictorio es el que puede interrogar los posicionamientos y ser tenido como responsable, el que puede construir y unirse a conversaciones racionales e imaginaciones fantásticas que cambian la historia” (Haraway, 1995: 46). Ese no-ser, que permite la apertura/ruptura, da pie a la construcción de nuevas epistemologías que, de modo parcial, instan a la escritura —desde su gestión de la subjetividad— a la creación de nuevas narrativas. La práctica escritural quiebra el presente cuando establece que la palabra se haya siempre en un terreno disputable y, por lo tanto, impulsa a la reflexión de nuevos modos de constituir, dividir y desestabilizar un yo, siempre en construcción, nunca acabado.

 

La escritura es el lugar del quiebre de la presencia que hace patente la alteridad, la contaminación, la imposibilidad de inmunización. Su experiencia es la de una expulsión del sitio propio, del cuestionamiento de toda permanencia, un movimiento de sustracción del presente, no de una nueva subjetividad frente al yo, sino que es la que sobra. El ejercicio de la escritura poco tiene que ver con el resguardo en la seguridad de un yo. (Flores, 2009: 14)

 

 

De esta manera, cierta escritura se nos presenta como un ejercicio de permanente disputa. Una escritura contra sí misma propone, como primera condición, la descentralización del yo, la confrontación de las múltiples voces, de las múltiples intensidades que nos habitan. Tomar por asalto la palabra para interrogarnos e interrogar las propias prácticas nace solo a condición de abandonar la seguridad del yo, más aún, cuando esto significa “hacerme cargo de mí misma/nosotras mismas” (Flores, 2009: 14). Dar paso a la vacilación respecto de las categorías identitarias y representacionales es una de las posibilidades de apertura a escuchar aquello que nos constituye. Nunca como un yo acabado, por el contrario, un yo siempre haciéndose. Es por esto que, para valeria flores, la pregunta ¿quién soy?, en el sentido de pensar la constitución de un yo, debiese mutar a otra forma propositiva, esto es: ¿quién puedo llegar a ser? De esta manera, es posible no limitar la experiencia del yo a la pura ficción del entramado presente, interrogando los lugares desde donde se erige, tensionando la óptica desde la que se constituye y reconoce como tal.

Decir yo es preguntarse “¿quiénes lo habitan?” El ensayo de la escritura, como ejercicio y posicionamiento político, propone la reinvención, sin agotarse en ella, de pensar lo que no ha sido pensado, interrogar lo que no ha sido objeto de duda. De este modo, la práctica escritural nos invita a parir de la palabra no dicha, deformar e insistir en formas de collagear la vida. “El contra sí expresa el carácter hiperbólico de la duda, de un yo como patchwork hecho de fragmentos de otros/as” (Flores, 2009: 16), un yo que se constituye afrankenstiado.

Una escritura contra sí misma germina a condición primera de un yo que estalla desde la interrogación de las prácticas y la visualización de la experiencia no vista, un yo que se expresa como sujeto múltiple y que se construye crítico al relativismo de “ver desde ninguna parte”, posicionándose desde una óptica que cuestiona el “¿desde dónde se ve?”. Y así da paso a un sujeto que se expresa desde y con heterogéneos lugares, viabilizando la urgencia de hacerse cargo del mundo con el cual se entra en relación, a partir de la apertura respecto de ese yo, que se creía único e indivisible, higiénico y acabado. El hacerse cargo es, en primera instancia, hacer estallar esa concepción del yo, devenir múltiple y en plural. En palabras de Val Flores:

 

se impulsa en una demanda de invención de nuevas posibilidades de vida, que se juegan en las disputas de yo-ellxs-nosotrxs. La activación de una productividad de contra-identidades para habitar/se de otros modos, como retazos disponibles, de aquello desechado, descartado por las instancias que regulan la normatividad de los cuerpos. La otra o el otro (travesti, trans, marimacha, pobre, femm, sadomasoquista, promiscua, conviviente con hiv, boliviana, peruana, mapuche, puta, intersex, actriz porno, gorda, discapacitada, etc.) ya no está afuera, nos constituye. (Flores, 2009: 17)

 

 

III. (En)clave visual

 

Como en todas las cartografías, aquí

 también hay un elemento político. EI sentido

 de la visión ha sido históricamente

 privilegiado como un elemento hegemónico en

 la constitución del sujeto y, además, ocupa un

 lugar dominante en la epistemología.

Rosi Braidotti

 

La insistencia en el análisis de Vale Flores en las ficciones visuales propuestas por Donna Haraway (1995), al problematizar la tensión que suscita pensar la objetividad y que reclama la deconstrucción del “sujeto” descarnado —erigido desde abstracciones universales—, nos insta a la reflexión sobre des-centrar el ojo, movilizando la mirada hacia ángulos que no han sido vistos y que existen en negación y/o en rechazo. A partir de esto, hemos pensado que una de las principales obstrucciones que presenta la práctica escritural se relaciona, justamente, con la inscripción de sentidos en aquellos ángulos que no son visibles o que, hábilmente, han sido oscurecidos. En este sentido, descentrar el ojo con el cual se entra en relación con el mundo, es también otra manera de pensar los procesos que integran la construcción de lo real. Respecto de este problema, Halberstam ha señalado:

 

Los mundos sociales en que vivimos, después de todo, como nos han recordado muchos pensadores, no son inevitables: no estaban siempre destinados a funcionar de esta manera, y lo que es más, en el proceso de producir esta realidad, muchas otras realidades, ámbitos de conocimiento y formas de ser, han sido descartados. (Halbertstam, 2018: 157)

 

Los lugares que habitamos y el cómo los significamos no son ingenuos, al contrario, se han erigido en la misma medida en que las categorías que nos permiten habitar la vida se constituyen y endurecen, definiendo y describiendo los márgenes de la norma en la producción de una realidad que se funda a partir de una racionalidad específica. Donna Haraway (1995) propone una revisión exhaustiva del cómo se constituye la “objetividad”, utilizando como categoría de análisis “el punto de vista parcial y situado”. Propone una lectura crítica a partir de ciertas ficciones visuales, que nos orientan en la comprensión de la pregunta ¿desde dónde se erige el conocimiento?, comprendiendo que buena parte de este se ha estructurado desde la mirada, dando un sentido único y limitante a lo real existente. Esto quiere decir que cuando se piensa lo objetivo o incluso lo universal, no hacemos más que asumir un modo como el único modo posible, instituyendo un canon cognitivo y un diagrama de experiencias posibles. La porfía de Donna Haraway transita en la insistencia en la naturaleza encarnada de la vista, a partir de la cual se genera una idea de mundo y de las relaciones que fluctúan en él. Volver una y otra vez a las ficciones visuales, e interrogarlas, nos predispone a un movimiento o a una torsión respecto del lugar “desde donde se ve”, al mismo tiempo que tensiona el saber que se funda desde una óptica específica.

 

Todos los ojos, incluidos los nuestros, son sistemas perceptivos activos que construyen traducciones y maneras específicas de ver, es decir, formas de vida. No existen fotografías no mediadas ni cámaras oscuras pasivas en las versiones científicas de cuerpos y máquinas, sino solamente posibilidades visuales altamente específicas, cada una de ellas con una manera parcial, activa y maravillosamente detallada de mundos que se organizan. (Haraway, 1995: 42)

 

Esta cuestión es fundamental para deliberar la división sujeto-objeto, y para proyectarse siquiera como un cuerpo posible que entra en relación con las ficciones de mundo. Se describe la óptica como un aparato perceptivo siempre activo, como una política del posicionamiento. Por esto, para Donna Haraway, toda diferencia constituye prácticas de visualización, que no son propias de las cosas mismas, sino que ocurren en nuestras prácticas visuales, en nuestros modos de entrar en relación con el mundo. Para Val Flores, “las fronteras del cuerpo se materializan en la interacción social y son establecidas según prácticas roturadoras. De modo que los objetos no existen antes de ser creados, son proyectos de frontera” (Flores, 2013: 256). Es decir, cada cuerpo solamente existe en tanto que entra en relación con la idea de mundo, como un evento performático que no deja de acontecer. Se entra en relación con los objetos y ficciones que pueblan el mundo y que nos afectan, produciéndonos, al mismo tiempo que se producen en el intercambio y la interacción. “Las fuerzas del mundo no cesan de afectar nuestros cuerpos y rediseñan el diagrama de nuestra textura sensible” (Flores, 2009: 18). ¿Cuál es la potencia de friccionar lo caótico, el exceso no visible, en el diagrama de la repartición de cuerpos y lugares asignados a partir de la óptica de lo visible y enunciable?, ¿cómo hacerse un cuerpo cuando no se encuentran las palabras para nombrarlo o describirlo?, ¿qué relación se dibuja entre una escritura contra sí misma y la posibilidad de agitar las categorías a partir de las cuales se ha organizado un cuerpo?

En este sentido, Donna Haraway apela a “una escritura feminista del cuerpo que, metafóricamente, acentúe de nuevo la visión, pues necesitamos reclamar ese sentido para encontrar nuestro camino a través de todos los trucos visualizadores y de los poderes de las ciencias y de las tecnologías modernas que han transformado los debates sobre la objetividad. Necesitamos aprender en nuestros cuerpos, provistas de color primate y visión estereoscópica, cómo ligar el objetivo a nuestros escáneres políticos y teóricos para nombrar dónde estamos y dónde no, en dimensiones de espacio mental y físico que difícilmente sabemos cómo nombrar”. ¿Cómo percibir un cuerpo lesbiano? ¿Cómo atender a un cuerpo lesbiano? ¿Cómo ver un cuerpo lesbiano? Si el arte de mirar se presenta como pericia fundamental en el acto de reconocer y ser reconocidxs (Lacombe, 2006: 56) entrenar el ojo y educar la atención para percibir de modo diferenciado es una técnica fundamental (Flores, 2013: 139).

Redireccionar el ojo supone la dislocación de la mirada, un ejercicio de análisis permanente de las prácticas visualizadoras y su relación con las formas de validación de la experiencia. Volver a mirar críticamente las formas y construcciones en las cuales los objetos se convierten en deseables, aceptables o repulsivos. Un ejercicio de extrañeza y de “des-subjetivación, de irrupción de líneas de discontinuidad en lo que somos, de sustracción de la cadena de hábitos mentales y corporales sostenidos hasta el momento” (Flores, 2009: 19), como un ejercicio del contra-sí. Esto supone la porfía y la insistencia como cuestionamiento persistente que se mueve desde el deseo de desbordar las actuales categorías que no dan tregua a habitar otros deseos, otros modos (im)posibles ampliando los márgenes de circulación.

La escritura como dispositivo de pensamiento crea relatos, expone valeria flores. A partir del relato, del ejercicio escritural, creamos “verdades” como trozos temporales de la realidad que oscilan como vectores de vida.

 

Al construir un relato para contar lo que creo que es una verdad localizada, encarnada, contingente y, al mismo tiempo, ensayar una modalidad des-esencializante de la escritura que tenga proximidad con una reprogramación de los códigos de la escritura del yo. (Flores, 2009: 5)

 

Hacer tartamudear los códigos de entendimiento de la escritura, en su capacidad de desbordar la norma, haciendo estallar el contenido representacional e identitario que sostiene toda grafía. “Donna Haraway apela a ‘una escritura feminista del cuerpo que, metafóricamente, acentúe de nuevo la visión’” (Flores, 2013: 139), a partir del ejercicio primero de dislocar la mirada e investir de visibilidad lo que no ha sido visto y, por lo tanto, lo que no ha sido objeto de la escritura. Dar paso a una práctica escritural encarnada que posibilite la inscripción de experiencias por fuera de los regímenes de la norma.

 

 

IV. Escribir contra sí misma. Todo está por inventar

 

Las palabras yacen como un

 material bruto a disposición del

 escritor, como la arcilla está

 disponible para el escultor. Cada una

 de las palabras es como el caballo de

 Troya.

Monique Wittig

 

“Las palabras lo son todo para la escritura” (Wittig, 2006: 98) declara Monique Wittig en su texto “caballo de Troya”, una figura hábil frente a la disputa por una revuelta escritural que permite ficcionar múltiples formas. Para Wittig, la palabra se encuentra a disposición, como material en bruto para quien desee emplearla. Y es justamente esta condición, la de estar “en bruto” y/o presentarse como “materia prima”, lo que permite pensar una escritura artificiosa, en el desprendimiento de un sentido cotidiano frente a eso que pareciera o que dice ser, como un “caballo de Troya”, que nunca es uno, sino cientos que lo componen, debatiendo entre la vida y la muerte.

 

Esta cuestión del lenguaje como materia prima no es una cuestión banal, porque permite explicar cómo el uso del lenguaje es diferente en historia y en política. En historia y en política las palabras son tomadas en su sentido convencional. Y se las toma solo por su sentido, es decir, en su forma más abstracta. En literatura, las palabras son leídas en su materialidad. Pero para lograr este resultado, todo escritor debe primero haber efectuado una operación de reducción sobre el lenguaje que lo desprenda de su sentido lo más posible con el fin de transformarlo en una materia neutra, es decir, en materia prima. Solo entonces se pueden trabajar las palabras y darles una forma. (Esto no quiere decir que la obra acabada no tiene sentido, sino que su sentido viene de su forma, de las palabras trabajadas.) Todo escritor debe tomar las palabras una por una y despojarlas de su sentido cotidiano para poder trabajar con las palabras sobre las palabras. (Wittig, 2006: 99)

 

Si la escritura es una máquina de visibilidades e inteligibilidades, entonces, cada palabra funciona como soporte de un trozo de realidad, cuya fragilidad está dada por las incesantes interacciones de los cuerpos en contextos específicos. Al despojar las palabras de su sentido ordinario, es posible trastocar sus dimensiones, dotándolas de un contenido otro y, desde esa condición, provocador. “La escritura como tecnología de producción subjetiva puede convertirse de este modo en un ejercicio de desprogramación del género, tarea que no es más ni menos que la de escribir el cuerpo” (Flores, 2009: 18). Ello implica, siguiendo la lectura de Val Flores, una “reeducación de aquello más íntimo de la existencia humana”. Lo cual quiere decir que el espacio escritural se ha descubierto a la amplitud de la imaginación política y afectiva para que esta pueble todos los espacios y modos posibles de habitar y habitarse. Pensar el cuerpo como territorio donde esas imaginaciones son posibles y, al mismo tiempo, permitir que aquello que se es se desprenda de una, del sí misma. Y que, a partir de ese desprendimiento, sea posible proyectar una óptica diferente que contribuya a construir nuevas ficciones de mundo y del cómo nos implicamos en este en relación con los/as otros/as.

 

Escribir contra sí misma es “un experimento performativo, un ejercitarse en capturar los “añicos” de la subjetividad, estimulado por una política del titubeo, del tartamudeo, de la resonancia y una estética insaciablemente curiosa y de ambición erótica, así como una responsabilidad con la(s) memoria(s), lo que supone un ejercicio de des-subjetivación, de irrupción de líneas de discontinuidad en lo que somos, un desprendimiento insolente de sí. (Flores, 2014: 52)

 

Reconocemos la forma de la escritura hegemónica porque nos expulsa con violencia de sus categorías dando espacio a la mudez del cuerpo y al corte de los movimientos. “Un silencio epistémico genera la inhibición de una posibilidad política y una apertura vital” (Flores, 2014: 44), silencio que bien podría ser la intraducibilidad del ruido a los códigos del lenguaje como imposibilidad de representación. Ruido y silencio, como otras formas de nombrar lo que aún no es nombrado, lo que no ha sido codificado dentro de los cánones de lo real-existente. El contra sí apunta a “estimular una política del tartamudeo” de una lengua enredada “entre ruidos y silencios”, desobediente al sentido de la letra que sea capaz de parir la palabra no dicha entre-tejiendo múltiples nuevas experiencias como una trama que recoge trazos de otros/as y se organiza como irrupción a los códigos de una lengua hegemónica.

Si nuestras expresiones, deseos, ficciones e ideas de mundo y relaciones existen inscritas y articuladas a partir de normas regulatorias que se agotan en los modos y maneras de lo dominante, cuya legitimidad tiene un soporte en el aparato escritural, en las prácticas de la lengua, en la forma de hacer lenguaje y, asimismo, de relacionarse con el mundo, entonces, escribir contra sí misma es una forma de descentrar el yo que escribe dando paso a una lengua insurrecta que denuncie la expulsión y la violencia que se plasma en los cuerpos a partir de la palabra instituida. Decir mujer, lesbiana, madre, infancia, decir nosotras, nombrar el cuerpo, la cuerpa, la práctica política, decirse heterosexual, es nombrar un afecto, un código de lenguaje, un espacio epistemológico, lugares de sombra y oscuridad. Habilitar el ejercicio de la palabra subalterna insta a la rearticulación del engranaje de ese afecto, de ese código de lenguaje y marco epistemológico. Alterando ese espacio ficticio de lo que “debería ser”, en lo identitario y representacional, en el cuerpo y los códigos de lo social.

 

Hay muchos modos de escritura, pero una escritura como una práctica anticapitalista, antipatriarcal, desheterosexualizante, antirracista y no binaria, no solo denuncia sus atrocidades, sus injusticias y las tiranías, sino que se desmarca de su contemporaneidad que fuerza una instantaneidad vertiginosa, una comunicación compulsiva, subyugada a clichés y estereotipos. (Flores, 2016: 235)

 

La escritura se convierte en un espacio común cuando “los/las sin parte” pueden abrirse el paso y disputar el reconocimiento, proyectar una voz que ya no solo revele ruido indistinguible de una lengua ajena, sino que articule la palabra y, asimismo, legitime y signifique la experiencia afectiva, que sabemos siempre encarna una posición política. Mis narraciones o la narración de las que me habitan, las/los que nos constituyen, habla de un ejercicio de desprendimiento y exploración, de inscripción a partir de lo que no se ha dicho ni enunciado, de lo que se puede llegar a ser en un nuevo diagrama de formas y de reconocimientos posibles. Parir la palabra es parir un mundo de significantes inacabados e incapturables, discontinuos, que implican una trasformación que no caduque en la política del hacer o del deber ser. Accionar una escritura como pura energía que corroe pero que al mismo tiempo tiene la potencia de crear y producir nuevas estructuras de pensamiento “practicando la abyección política al producir un saber sobre nosotras mismas y poner en cuestión el régimen que nos ha construido” (Flores, 2014: 46).

El trabajo de Val Flores en relación con la propuesta de una escritura que permee las formas de lo establecido, las formas de lo hegemónico y la responsabilidad frente a un trabajo incisivo de los silencios epistémicos, analiza crítica e íntegramente el orden de aquello que nos organiza. Este modo escritural es posible advertirlo transversalmente en la escritura de Val Flores, no obstante, en el libro titulado Chonguitas. Masculinidad de niñas (Tron y Flores, 2013), esta posición toma cuerpo en la apertura a voces múltiples y experiencias, que están más allá o más acá de la corporalidad de las autoras. El proyecto “Chonguitas” abre un espacio fructífero de discusión que da paso a reflexionar las infancias como un territorio político de intensa lucha por la representación y la intensificación de los afectos infantiles, muchas veces inscritos bajo la forma del silencio. Y que, en particular para la discusión que propone este trabajo, es una de las maneras de movilizar relatos de sollozos, de negación e invisibilización a partir del proceso escritural de re-narrar la infancia, insistiendo en las coordenadas aprendidas mediante la violencia de la palabra “chonga”. De esta manera, despojar la palabra de su sentido cotidiano/ordinario, como ha señalado Monique Wittig, para investirla de la ternura de las experiencias de las niñeces, se entrevé como una forma del contra sí y arranca contrario a un yo único que, aunque fracturado por la violencia del nombrar, se compone de los retazos de inteligibilidad para mostrarse, a la vez que el proceso escritural afectivo de una niñez chonguita desteje la palabra para darse a sí misma la posibilidad de habitar el pasado desde el reconocimiento de sí.

 

 

V. Decir(se) chonguita

 

No importa. Cuando las luces se apagan

nosotras hablamos.

Nadia Prado (2013)

 

El proyecto “Chonguitas. Masculinidades de niñas” (Tron y Flores, 2013) irrumpe como una reflexión sobre las infancias o niñeces que escapan a las lógicas de una razón generizada, hetenormada y occidentalizante, experiencias de niñeces que ni siquiera son visualizadas como tales. Chonguitas “funciona como una categoría de autodefinición y reconocimiento que define a las masculinidades de niñas” (Tron y Flores, 2013: 198), y reclama un espacio de representación, una clave de inteligibilidad social. Decir chonguitas es nombrar un modo de ser y de estar en el mundo, un modo de re-narrar la infancia desde afectos específicos. Decir chonguitas remite a la insistencia en el binarismo del género, pero también a su apropiación y resignificación, a la porfía de la máquina normativa que no visualiza masculinidades por fuera del cuerpo del hombre/varón. Decir chonguita, en lengua subversiva, es intervenir el contenido mismo de la palabra y el espesor de su mandato, es armarse una identidad collage, con trazos que nunca son solo propios y que se inventan a la vez que entran en relación con modos extraños o ajenos al orden gramatical que hace calzar los cuerpos dentro de un lenguaje común, inteligible, codificado bajo la ley de la palabra coherente y funcional, que busca una verdad en y del cuerpo en relación con sus modos y posibilidades.

La escritura contra sí misma nos habla de la apertura del yo frente a la multiplicidad que nos constituye, haciendo estallar categorías entendidas como dadas; sexo, género, infancia, cuerpo. Soporte y resultado de un aparato normativo y representacional vital que se sostiene con la suma de engranajes que operan tan solo a condición de articular el cuerpo en una realidad posible y específica. Escribir contra sí misma es un ejercicio corrosivo, desgarrador, pero que contiene dentro de sí el júbilo de la proclama, de la existencia visible y audible. La escritura es el espacio donde “todo está por inventar, la fuerza para des-encantarnos de este paisaje de mundo y des-acomodar lo que está solidificado, silenciado e invisibilizado” (Flores, 2009: 13). Escribir contra sí misma es dislocar el ojo que conoce y legitima las experiencias como posibles y, en esta torsión, dar paso a la resignificación de la palabra visibilizando los márgenes, movimientos y posiciones que habilita. Incitando a la desnaturalización de estructuras de opresión y de comprensión de los cuerpos en contextos específicos. Relatar una infancia “chonga” es volver sobre esa narración que en muchos casos se encontraba enraizada en la negación e invisibilización, torcer la mirada y dislocar la palabra chonguita para hacerla propia, nuestra. Movilizar el relato diseminando regímenes de reconocimiento, de habla y de escritura. “Chonguitas. Masculinidades de niñas” es un proyecto que invita a reescribir la historia propia entendiendo que en esa re-escritura existe un acto de afirmación política de la existencia, de una existencia que resiste a los formatos de legibilidad y legitimación de los cuerpos.

 

“Chongas” es el término usado en Argentina para designar a las lesbianas masculinas y para auto-nombrarnos de ese modo, formando parte de la jerga tortillera. Chonga hace referencia a la expresión de género masculina de una lesbiana porque adoptamos modos de vestir, gestos, cortes de pelo, códigos, actitudes, que a nivel social y cultural se consideran “masculinos” (Tron y Flores, 2012).

 

Decir chonguitas con lengua desobediente desborda las coordenadas bajo las cuales se ha aprehendido la normatividad del género, abre el ensamblaje a nuevas corporalidades y dibuja otros modos de afirmar la vida. “La resistencia armada de palabras y deseos propios y mi caballito de batalla: mi cuerpo. Espacio personal y político donde la chonguita armada llena de furia y alegría defiende con uñas y dientes sus marcas” (Tron y Flores, 2013: 93). Chonguitas interroga la óptica desde la cual se conoce y se categoriza a los cuerpos de niñas, nos invita a pensar en la transparencia u opacidad del lenguaje, y cómo este articula modos a partir de los cuales entramos en relación con el mundo. Escritos de movilización, como se señala en el prólogo del libro, que describen infancias en disonancia con un sistema heteropatriarcal que no cesa de producir flujos y márgenes para algunos cuerpos entendidos como cuerpos posibles, y que difícilmente pensamos como cuerpos infantiles.

“Movilización es la palabra empleada por muchas de las participantes a la hora de describir lo que les produjo escribir sus relatos” (Tron y Flores, 2013: 93). En palabras de Val Flores, “estas historias chonguitas cuentan algunas de las operaciones normativas de confinamiento del movimiento, del espacio, de las decisiones, de posibilidades, tan solo por ser definidas y clasificadas como “niñas” (Tron y Flores, 2013: 182). El ejercicio hace relación con un mirar atrás, con una vuelta a la infancia desde una óptica diferente, evidenciando cómo el régimen normativo del género castiga a las “niñas” que entran en conflicto con los propósitos, roles y/o categorías de una heteronormatividad obligatoria. Relatos autobiográficos que no son solo descriptivos de una infancia en disonancia, sino que revelan, movilizan afectos, son muestra de resistencia a las categorías del género en una geografía particular, entre intersecciones que interrogan y modelan cuerpos y sus márgenes de movimiento y relación. Volver sobre las infancias masculinas de niñas, para resignificarlas mediante el ejercicio de la escritura, es dar un paso hacia una revuelta escritural que despoje a la palabra de la violencia del nombre y de su ensamblaje en un cuerpo.

 

Queríamos celebrar nuestras infancias chonguitas, marcadas por la estigmatización, el rechazo, la hostilidad, pero también, y fundamentalmente, cargada de deseos. No buscábamos continuidades ni coherencias, sino relevar señales, huellas, rastros, marcas, cortes, cicatrices, pistas, residuos, vestigios, como un trabajo arqueológico de masculinidades no hegemónicas. (Tron y Flores, 2013: 93)

 

“Chonguitas: masculinidades de niña”, demanda explorar una escritura del contra sí, que presta especial atención a la potencia y a la posibilidad que despliega el ejercicio escritural. Parir la palabra no dicha, en tanto que esta se posiciona como una tecnología de subjetivación o de modulación de un yo que colapsa y que en este colapso, da pie a la proliferación de narraciones que nos permiten pensar la infancia propia desde una resignificación del gesto, del juego, y del castigo constante por el desacato. Esta movilización permite el reconocimiento de una historia siempre en rechazo, ficcionando categorías susceptibles de ser modificadas. Estos relatos se sirven de las palabras para despojarlas y transformar, tejiendo tramas de fugas y desplazamientos de lo ya establecido, un caballito de Troya, batalla en la cual se establece un reconocimiento posible con la escritura en esta reinvención del yo. Al decir de Val Flores, “los textos que escribimos constituyen nuestros procesos de conocer y dar a conocer, por lo cual el modo como escribimos tiene que ver con nuestras elecciones teóricas, intuiciones políticas y atmósferas afectivas” (Flores, 2018). Una escritura afectiva, no totalizadora, una escritura que mira la infancia con la óptica del ahora y la memoria y experiencia del pasado, que siempre se halla en el tiempo presente. El gesto escritural en “Rara” (Tron y Flores, 2013), como ha titulado Flores su relato de infancia chonguita, se (des)teje en clave punto derecho y punto revés, una ficción de infancia y su material residual.

 

Querer un arco y flecha. Disparar pistolas de cebitas.

¿armarse una infancia a la medida de un cuerpo? ¿armarse un

Pintarme bigotes. Anudar la corbata. Comprar autitos de

cuerpo a la medida de una infancia? ¿cuerpo masculino de niña?

colección. Pelear con los puños. Guardar anzuelos, boyitas

¿niña masculina de cuerpo? ¿qué niñez se socava entre el género?

y cañas de pescar. Venerar héroes y heroínas de tv: El

¿qué género socava la niñez? ¿es mi cuerpo terreno confiscado de

hombre nuclear, La mujer biónica, La mujer maravilla,

la norma? ¿es la norma el terreno confiscado en mi cuerpo? ¿es el

Flash Gordon, He-Man y Teela. Soñar con un traje de

género la violencia en el cuerpo? ¿es la violencia en el cuerpo del

neoprene. Simpatizar en exceso con policías y cowboys.

género? ¿masculina es nombre de niña? ¿niña masculina es mi nombre? (Tron y Flores, 2013: 128)

 

Despliega la escritura en una temporalidad que tensiona la linealidad de un tiempo referencial en un mirar con el ojo dislocado a la infancia, junto a los designios y modos del cuerpo en contextos normados por la diferencia sexual y de género y, que frente al ímpetu y la violencia de su presencia y de la necesidad de volver a mirar nuestras niñeces, las que fueron y las que vendrán, hace de esta escritura un movimiento hacia dentro, que también es afuera o atrás, e incluso puro presente que, aunque discontinuo, habilita nuevas formas vitales de describir(se) un cuerpo conjurando al ruido en un creativo despliegue hacia su reconocimiento.

“Chonguitas reúne textos que exploran escrituras del yo, de un yo retrospectivo, que se lanzan a jugar con los intersticios del género y de la memoria” (Tron y Flores, 2013: 187). Convoca a una práctica escritural del cuerpo que disloca la mirada en función de lo que se es, para invocar una infancia que se narra desde un despojo a la categoría género y su mandato. Una manera de construir presente a partir de los retazos que nos componen y que no han sido nombrados, aquellos trozos de realidad que se obliteran en la organización de los cuerpos y sus experiencias posibles. Ruidos y silencios, lo in-codificable o lo inaudible se torna relato cuando “chonguita” se dice, se grita, se aúlla, desde una política afectiva y escritural, en este caso, desde una lengua insurrecta que la despoja de su contenido ordinario fracturando el ímpetu de su violencia para hacer germinar nuevas y tiernas maneras de pensar(se) chonguita. Como dice Fabi tron:

 

ya no creo en las certezas, tampoco en las tradiciones y menos aún en la patria o en la justicia, pero celebro comprobar que, si bien no soy la misma, la niña marimacha permaneció, reconstruida, resignificada. Ha nutrido y fortalece a la chonga que ahora soy y le dice: “sigamos resistiendo”.

 

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            Recibido: 30/09/2021              

Aceptado: 21/06/2022

  Publicado: 02/07/2022

 



[1] Universidad de Chile, Santiago de Chile, Chile, ORCID 0000-0002-9011-8082, aschly.elgueda@gmail.com

[2] Valeria Flores: escritora activista de la disidencia sexual tortillera feminista ortodoxa cuir masculina maestro pro sexo vive en Neuquén, reside en Buenos Aires y fuera de Facebook. Dentro del artículo es referida como Val Flores, Vale Flores y valeria flores.

[3] A propósito del Fanzine, desmontar la lengua del mandato, criar la lengua del desacato, diálogo transfronterizo entre valeria flores, jorge díaz y tomás henríquez (minúsculas son por parte de lxs autores). Disponible en https://www.bibliotecafragmentada.org/wp-content/uploads/2015/06/FINAL.pdf (consultado 20/06/2022).