Comunicación en conflicto: la función del ruido en la crisis social

Revista Estudios Avanzados 38, junio 2023: 111-128. DOI ISSN 0718-5014

 

Comunicación en conflicto: la función del ruido en la crisis social

Conflicting Communication: The Role of Noise in the Social Crisis

Daniel Domingo Gómez y Antonio Méndez Rubio[1]

 

Resumen

Nos interrogamos, desde el marco teórico-metodológico generado por los estudios sonoros y aurales, acerca del ruido en contexto de crisis social. Como fenómeno social, y siendo parte de la comunicación social, la comunicación sonora y musical, el sonido juega un rol activo en la construcción de situaciones y experiencias. En los límites de la comunicación, el ruido interviene como una intensificación de los momentos de crisis. Tanto desde el lado de las movilizaciones de protesta como por parte de la disuasión y el control masivo, el ruido se convierte en un recurso pragmático decisivo que forma parte del conflicto político. Tras una primera conceptualización y desarrollo teórico, abordamos un estudio de caso, situamos la producción y percepción del ruido en la revuelta popular chilena iniciada en octubre del 2019.

Palabras clave: Ruido, Crisis, Conflicto, Control social, Comunicación.

Abstract

This reflective text asks, from the theoretical-methodological framework generated by sound and aural studies, about noise in the context of social crisis. As a social phenomenon, which is part of social communication, sound, and musical communication, sound plays an active role in the construction of situations and experiences. At the limits of communication, noise intervenes as an intensification of moments of crisis. Both from the side of protest mobilizations and, at the same time, on the part of deterrence and mass control, noise becomes a decisive pragmatic resource that is part of the political conflict. After a first conceptualization and theoretical development, we address a case study, the production, and perception of noise in the Chilean popular revolt that began in October 2019.

Keywords: Noise. Crisis. Conflict. Social control. Communication

 

 

Introducción

Tradicionalmente, el sonido es considerado como un fenómeno acústico, vibratorio, que tiende a codificarse con vistas a cumplir una función comunicativa mediante una serie de pautas y reglas que, por convención, dotan de sentido a lo que oímos. Toda sociedad, especialmente en el caso del modelo sociocultural establecido durante la época moderna, canaliza simbólicamente —y a menudo incluso inconscientemente— aquello que, según sus percepciones del mundo (inter)subjetivo puede y debe sonar bien, como se manifiesta de modo extremo en la idea música o de lenguaje musical. Por tanto, el sonido es un fenómeno social. En la medida en que se trata de un proceso de construcción social, dicha elaboración de un código que regule las relaciones y zonas de conflicto entre sonido y ruido se reproduce entonces buscando alcanzar un régimen de fijación y autorreproducción que resulte funcional al sistema cultural, educativo, tecnológico, económico y político en sentido amplio. En este sentido, la idea misma de sonido, como la de ruido o silencio, entran en un juego relacional que las dota continuamente de significado a la vez que remarca ciertos límites invisibles (o inaudibles) a la hora de insertarse en el plano más amplio y complejo de la comunicación social.

En este texto, en un primer momento se realiza una reflexión y un desarrollo teórico del ruido como objeto de tensión en procesos de conflicto y de crisis social. Para ello también se aborda, caracterizando sus diferencias conceptuales y perceptivas, el sonido y el silencio, aquello que el ruido tensiona y desestabiliza. Finalmente, lo problematizamos mediante un estudio de caso, al examinar la producción y percepción del ruido en el marco del estallido social chileno iniciado en octubre del 2019, la mayor crisis de legitimidad política y social desde que se recuperó la democracia en Chile. La referencia al contexto chileno podría contribuir a una comprensión contrastada de otros casos de crisis y conflictos análogos. En este tipo de situaciones críticas, debemos considerarlo como una parte activa de los dispositivos tanto de protesta como de control social.

 

Los límites del sonido

En principio, un sonido puede tener una causa natural, directa o indirectamente dependiente de la realidad fenomenológica, como ocurriría en el caso del sonido producido por un golpe de viento, un motor de coche, un portazo o una tos. No obstante, más allá de esta causación inmediata o refleja, el sonido asume su principal función en tanto elemento socialmente elaborado o codificado, como sucede en los casos del lenguaje verbal, las señales de alarma o la cultura musical. En estos casos, el sonido, junto con la escucha, forman parte activa de la práctica social como una forma decisiva de crear e interpretar experiencias y situaciones de la vida en común (Small, 1998 y 2006).

Así pues, como sugiere Eidsheim (2015), el sonido irrumpe ante todo como una práctica vibratoria, dinámica e imprevisible, que, al circular en el ámbito social, va siendo pautada hasta cristalizar en una serie de señales automáticamente reconocibles como “figuras de sonido” (a la manera de las notas de una partitura) que se vuelven progresivamente estáticas y fijas. En todo caso, “el sonido es creado y formado en la acción y transmisión de la vibración” (Eidsheim, 2015: 17). Es decir: antes de constituirse en un código identificable, el sonido se activa previamente en la relación entre práctica vibratoria y práctica social. Sus efectos y sus límites son, por tanto, también sociales, en el sentido de que son determinados grupos, situaciones o intereses sociales los condicionantes de aquello que el sonido puede y debe representar en el plano del intercambio simbólico. Para Eidsheim (2015: 6), “los sonidos y sus significados son formados por los contextos culturales, económicos y políticos en los que son producidos y oídos”.

Tales contextos culturales y sociopolíticos, evidentemente, condicionan nuestras prácticas de escucha, el cómo percibimos y significamos los sonidos; por lo que nos encontramos sujetos a lo que la historiografía reciente ha denominado como los regímenes aurales.[2] Al llegar a este punto, puede entonces afirmarse que, en última instancia, tanto el sonido como la música “es un concepto vacío” ya que son términos cuyo sentido depende necesariamente no de una esencia original o a priori sino, más bien, de la interacción entre la escucha de un sonido musical y la comunicación social. 

Ahora bien, cuando percibimos un sonido, este es moldeado y organizado individualmente en el mismo acto de escuchar. Desde tal perspectiva, el oído sería el filtro en el que se produce una mediación ante toda vibración sonora que, si bien está condicionada por el contexto histórico, cultural, ideológico, y por una estructura social, su conceptualización recae en último punto en nuestros hábitos, subjetividades y en nuestra propia conciencia. Cada individuo entonces generaría su contorno de la escucha, esto es, “la manera específica en que la escucha se hace una diferencia con lo escuchado” (Rivas, 2015: 80). Ello podría explicar cómo ante el evento sonoro producido por la performance de una batucada en una plaza pública, habrá personas que sientan goce y la necesidad de mover el cuerpo, mientras otras lo perciban como un ruido que provoca disturbio e impide una adecuada comunicación mientras toman café en una terraza cercana.

Ello es el resultado de que ni el sonido ni la música (entendida como elaboración compleja de un lenguaje sonoro dotado de función expresiva, comunicativa y estética) existen independientemente de articulaciones específicas que se dan en respuesta a necesidades de tipo situacional e intersubjetivo. De una forma aún inicial, pero operativa al mismo tiempo, se podría decir que el primer gesto fundacional de la idea del sonido depende de una distinción funcionalmente simultánea respecto a lo que la idea de sonido deja fuera, el silencio y el ruido.

En cuanto al silencio como límite del sonido, podría ser útil recordar sucintamente las aportaciones compositivas y polémicas, tanto en la teoría como en la práctica, de un músico experimental como John Cage. Es conocido el episodio de la visita de Cage a la cámara anecoica de Harvard University, en cuyo interior vacío se comprobó que el silencio no existe, aunque solo fuera por el registro de frecuencias altas (sistema nervioso) y bajas (sistema circulatorio) que procedían de su propio cuerpo. Un año después de esta anécdota ilustrativa, ya en 1952, Cage compone la provocativa pieza 4’33’’ entendiéndola como una disposición secuenciada de silencios que, como tales, suenan de forma distinta en cada interpretación posible. La inexistencia pragmática del silencio, para Cage, plantea interrogantes decisivos sobre la condición del sonido (y más aún del denominado “lenguaje musical”) en la medida en que la creación sonora se hallaría continuamente traspasada por la amenaza significante del silencio y del ruido. A propósito del ruido, la cuestión vendría a ser que “cuando lo ignoramos, nos molesta. Cuando lo escuchamos, lo encontramos fascinante” (Cage, 2007: 3).

En consecuencia, tal como afirma Domínguez (2015a), el silencio no se define por la carencia del sonido (no existe de forma natural), sino por una “condición de relajación sonora debida a la disminución de los estímulos, al alejamiento de la fuente o a la reducción del volumen” (Domínguez, 2015a: 126). Como resultado, dicha calidad-cualidad se relaciona con la tranquilidad, con la concentración, o con las prácticas contemplativas (Ochoa, 2015).

En la arena política, por otra parte, el silencio se asocia a las subjetividades que se dejan fuera del discurso oficial y normativo. Más que cuantificar la presencia material de un sonido o de una voz, aquí se produce un silenciamiento, un borrado. La voz “otra” se vuelve ininteligible e inaudible, pero porque su escucha es producida por oídos que están en sintonía con el poder y con el lenguaje dominante. En América Latina, el legado colonial que permeó en la construcción de los Estados nacionales, bajo el paradigma de la modernidad, privó de toda voz y silenció las epistemologías de los pueblos indígenas y afrodescendientes (Ochoa, 2015). Los políticos de Europa, por poner otro ejemplo, silencian las muertes de los naufragios bajo el mar Mediterráneo y desoyen los sonidos emanados por los refugiados.

En lo relativo al ruido, por lo demás, su función desestabilizadora respecto a los códigos comunicativos hegemónicos fue el tema principal del innovador ensayo titulado precisamente Ruidos (1978), del semiólogo Jacques Attali. Tal como expone, “El ruido es un arma; la música es en primer lugar la formalización, la domesticación, la ritualización de la utilización de esa arma en un simulacro de homicidio ritual, exaltación de lo imaginario” (Attali, 1978: 49)

La relación dialéctica entre ruido y sonido musical, desde esta perspectiva, se presenta pues como un síntoma relevante de cómo el capitalismo ha canalizado y controlado el pulso subversivo del ruido bajo la presión de la industria musical y la estandarización de los comportamientos acústicos (Attali, 1978). No en vano tal represión de lo no codificable emerge como un recurso táctico frecuente en los movimientos sociales anticapitalistas y de protesta política. El silencio como señal de duelo, o el ruido (con frecuencia asociado a las percusiones) tal como pasa a primer plano por ejemplo en el caso de los cacerolazos y otras movilizaciones ciudadanas, funcionan entonces como interferencias en un espacio público saturado por el formalismo de los consensos forzados y las inercias antidemocráticas.

Por consiguiente, el valor creativo y crítico del ruido, tanto en un sentido poético como político, llegaría hasta el nivel de poder afirmar con Attali (1978: 50) que “toda música puede definirse como un ruido formalizado según un código”. Una vez codificado, el sonido del ruido se convierte en una “amenaza mortal” (1978: 55) para la institucionalización de un sistema acústico, cultural y social. Dicho de otro modo,

un ruido es una sonoridad que molesta la escucha de un mensaje en curso de emisión. Una sonoridad es, a su vez, un conjunto de sonidos puros simultáneos, de frecuencias determinadas y de intensidades diferentes. El ruido no existe, pues, en sí mismo sino en relación con el sistema en que se inscribe: emisor, transmisor, receptor. […] Mucho antes de esta teorización, el ruido fue siempre sentido como destrucción, desorden, suciedad, polución, agresión contra el código que estructura los mensajes. Remite, pues, en todas las culturas, a la idea de arma, de blasfemia, de plaga. (Attali, 1978: 54)

 

Ni el silencio ni el ruido podrían existir si no es como condiciones funcionales para la reproducción de códigos ideológicos preestablecidos. Sin embargo, esas condiciones no se limitan a un mero reflejo o eco acústico, sino que se replantean o reproponen como un espacio de conflicto y de negociación política en la dimensión aural (Llano, 2018; Cardoso, 2019). Con frecuencia, en ese espacio el ruido actúa no solamente como un símbolo de tensiones sociales más amplias y profundas, sino que, a su vez, materializa tales tensiones. Ya sea de forma desviada o antagónica, o incluso armónica, dichas tensiones que atraviesan la vida común abren el espacio sonoro a la participación de diversas redes de actores, a la vez que la acción de estas redes o movimientos sociales se abre a una concepción crítica del ruido como recurso de sensibilización colectiva. El ruido activaría una discontinua proliferación crítica en tanto elemento disruptivo en la estructuración social, en la distribución estructural o sistémica de la información. De ahí su presencia movilizadora en contextos de crisis económica y conflicto sociopolítico. Su delimitación depende siempre de su estar “en relación con el sistema”, por lo que su manejo incide (psico- e ideo-lógicamente) en las premisas sobre las que se funda el sistema sonoro y el régimen aural dominante. Por tanto, son precisamente estos disensos estéticos sobre el ruido lo políticamente contestatario, pues es capaz de tensionar y desestabilizar las instituciones, los regímenes aurales.

 

La dimensión utópica del ruido

Dado que el ruido desempeña un papel activo a la hora de tensinar el orden social dominante, podemos afirmar que justamente por este motivo tiende a (des)configurarse como un pulso crítico, liminar, o como un fuera-de-lugar que se relaciona u-tópicamente con el paisaje sonoro, con el oído social. Puesto que su efecto y sus motivos son socialmente compartidos, esta interferencia en el ambiente acústico de la polis hace del ruido un recurso activo en las luchas colectivas y en los intersticios del conflicto político.

La condición intersticial del ruido reclama para sí un oído más abierto, autocrítico y dialógico que la forma convencional de escuchar. Para empezar, ¿qué es ruido? La respuesta más común lo identifica como cualquier sonido indeseable (Kavaler, 1977), parte de la premisa de que existe un oído selectivo para el cual el ruido constituye un desafío o una provocación. El condicionamiento social, así, resulta clave tanto para entender mejor el ruido como ese oído selectivo que, por convención, establece como indeseables unos sonidos y no otros. En la práctica, el ruido se asocia a un momento in- o des-armónico, que pone en conflicto la supuesta armonía de una situación social determinada.

Según Domínguez (2015b), el ruido denota un conflicto social predominantemente urbano, cuya materialidad intrusiva transgrede el espacio público y privado. Mas es en ese segundo plano, desde un trasfondo en cierto modo inconsciente, cuando su presencia genera mayor disrupción y sensación de amenaza, pues altera tanto nuestra sensación de intimidad y seguridad como también impide el normal desarrollo de nuestros hábitos y quehaceres cotidianos. Lo extraño y lo ajeno se impone como una forma de violencia, provocando graves perjuicios en las relaciones sociales y en la salud física y psicológica. En ciertos contextos, especialmente en los menos resistentes a la lógica del capitalismo industrial, el ruido se acepta no obstante como una parte naturalizada del ambiente urbano y las exigencias del sistema económico (Bijsterveld, 2008).

En otras palabras: la consideración del ruido puede oscilar entre una oposición al consenso más inercial y una cierta tolerancia represiva que tienda a garantizar la productividad de los individuos sobre todo en entornos de vida urbana. Desde un enfoque amplio y complejo, la reflexión teórica no puede llegar a generalizar o absolutizar pautas de conducta estables o a priori ya que, precisamente, el ruido interviene como un asunto intersticial, relacional o, si se quiere, comunicativo en sentido literal. Abordar la función social del ruido ha de pasar necesariamente por insertarlo en las condiciones interactivas de la escucha entendida como práctica social (Méndez Rubio, 2022). La interacción comunicativa puede darse en diferentes grados de dependencia respecto a las pautas sistémicas aunque, en todo caso, se trata de comprender hasta qué punto justamente ese carácter (inter-)activo reclama aproximaciones situacionales y contextuales a la hora de valorar rangos concretos de sonidos disruptivos. Para Kahn (1999), lo que se llama “ruido” es en sí mismo una forma de reducción negativa del sonido, que tiende a quedar emplazada en el inconsciente perceptivo. Esa serie de elementos desplazados negativamente, exiliados a la zona más nociva del oído social, funcionan por tanto como partes activas en la constitución de un paradigma sonoro, ya sea consciente o no, en la medida en que se trata en todo caso de “ruidos significantes” (Kahn, 1999: 20). El ruido actuaría a la manera de un garabato en la caligrafía: como un indicio de desvío, de disrupción o interrupción, como un pulso o huella de aquello que se resiste a integrar las estructuras heredadas de gestión corporal, cultural y social en sentido amplio (Kahn, 1999: 269).

A pesar de ello, o quizá debido justamente a esta posición utópica, desplazada, el sonido-ruido se ha ido volviendo cada vez más importante en la comunicación musical contemporánea desde los retos dadá en el Cabaret Voltaire de Zurich, hasta el bruitism de diferentes (neo)vanguardias, desde los rumori de Russolo y su influencia en Satie o Milhaud o Prokofiev, hasta el ruido percusivo en distintas músicas populares a lo largo del mundo, o desde las piezas electrónicas de Merzbow hasta el trasfondo de ruido en el punk, el hip-hop y otras subculturas musicales urbanas. El ruido provoca las resistencias de un sentido (o de un oído) común que tiende a reaccionar defensivamente y a acorazarse contra ese peligro —a pesar de todo— significante.

En lugar (o además) de un factor de estridencia o contaminación ambiental, e incluso de deterioro infracústico de la pax culturalis, el ruido persigue también la (im)posibilidad de un espacio o espaciamiento de sonoridades nuevas, extrañamente libres. Por una parte, como reflejan las legislaciones antiruidos innecesarios, es cierto que “para los seres sensibles el ruido, incluso en medio de ambientes amplios, es molesto, y cuando se lo produce en un lugar incómodo se convierte en una verdadera tortura” (Kavaler, 1977: 19). Desde luego, esta sería la acepción más generalizada del sentido del ruido. Pero por otra parte, y al mismo tiempo, también resulta aquí razonable argumentar que el ruido conlleva una energía de desborde de los límites, un impulso de transformación de los esquemas de escucha que silenciosamente se reproducen en los diversos planos tanto de la vida cotidiana diaria como de las principales instituciones culturales y sociales.

En el circuito inestable de la comunicación, el ruido provocaría una crisis de proliferación de sonidos no homologables, no ecualizables. El gesto crítico del ruido, en fin, no se orienta tanto a la emisión de contramensajes o contrainformaciones como, más al fondo, hacia la sintomatización de la falta de espacio para nuevos mensajes, para informaciones o visiones del mundo alternativas. En lugar de llenar el espacio con informaciones inéditas, su función parece inclinarse a favor de abrir el espacio del sonido y del sentido (de forma que una nueva forma de comunicación pueda emerger ahí). El ruido actúa como señal inasimilable de una falta de comunicación que solamente puede ser indicada mediante cierta perturbación, un desplazamiento utópico de la escucha (y de las relaciones sociales que en la escucha están implicadas consciente o inconscientemente).

Donde mejor se apreciaría la fuerza subversiva del ruido es quizá en el hecho de que la cultura oficial llame ruido a toda forma de producción sonora que cuestione la sintaxis o el orden del discurso ya instituidos bajo el régimen aural dominante. La autoridad de la cultura musical moderna occidental, con su ritualización selectiva de la escucha y su rigidificación de la percepción del mundo, tal como ha sucedido con el dispositivo de la música clásica (siglos XVIII-XIX) y la música pop (siglos XX-XXI), ha neutralizado el filo creativo tanto de la música más minoritaria como de la más mayoritaria o popular, lo que responde a cómo la noción oficial de música se ha resistido ciegamente a promover la asunción básica para Attali: que “componer exige la destrucción de todos los códigos” (Attali,1978: 91). Tal vez una definición así resulte en exceso extrema, desde luego, pero gana la virtud de abrir el campo de debate a una reconsideración de lo que entendemos por música o lenguaje sonoro. La atención a la condición crítica del ruido interfiere así en las preconcepciones heredadas de lo que significa pensar, comunicar, convivir. Tal “redefinición del percepto en función del ruido, del sonido bruto y complejo” (Deleuze y Guattari, 2009: 197) defiende un carácter perforante, deconstructivo, tanto de los fenómenos socioacústicos como de la escucha entendida como precondición de la comunicación.

En cierto modo, una perspectiva así enfoca el ruido como un elemento de disrupción libertaria, de cuestionamiento de los esquemas autoritarios de escucha y comunicación. Esa especie de política del ruido (Méndez Rubio, 2019) incide de un modo corrosivo sobre las condiciones de institución de una política orientada al autoritarismo o el totalitarismo. De entrada, al focalizar la crítica en la zona del inconsciente acústico, de los límites del sonido, el ruido desestabiliza la implantación de un poder basado en la experiencia mediante la cual sean “las masas puestas en movimiento por la imagen” (Michaud, 2009: 299). En otras palabras, a la concentración de lo (bio)político en vectores de unificación, estandarización y masificación social mediante la imagen espectacular, el ruido responde con una puesta en crisis del consenso inercial que se autorreproduce silenciosamente mediante códigos preestablecidos para la escucha y la comunicación. Por ejemplo, frente a la adoración de la estética nazi por el poder espectacular y visual, tal como ha sido planteado por Michaud (2009), el ruido prolifera a través de desvíos rizomáticos, excéntricos, que buscan disolver toda cristalización de un autoritarismo ciego o neofascista. De hecho, el argumento podría conectarse con la denuncia de un nuevo fascismo latente en la sociedad global contemporánea, tal como plantean autores sumamente diversos como Hanna Arendt, Zygmunt Bauman, Susan Sontag o Carl Amery, entre otros.[3] En términos de Pasolini, “hay que añadir que el consumismo puede crear relaciones sociales inmodificables ya sea creando, en el peor de los casos, en vez del viejo clerical-fascismo, un nuevo tecno-fascismo (que en cualquier caso solo podría realizarse a costa de llamarse antifascismo)” (Pasolini, 2010: 175).

La hipótesis polémica de un “nuevo fascismo” (Pasolini, 2009) podría incluso envolverse en el halo de un simulacro antifascista a la hora de canalizar relaciones sociales de tipo absolutista, totalitario o conformista. Ese “nuevo fascismo” o “fascismo de baja intensidad” (Méndez Rubio, 2021) enraizaría no tanto en las ideologías políticas y el control militar —como ocurrió con el fascismo clásico— como en las prácticas y las condiciones del ambiente económico y tecnocultural contemporáneo. El análisis cultural de los fenómenos comunicativos actuales, en este sentido, debería prestar atención a los riesgos que implica el descuido de las formas de (inter)acción inscritas en la dimensión del sonido y del ruido en la actual sociedad global.

 

Un estudio de caso

Es conocido el denominado “estallido social chileno” iniciado en octubre de 2019 en Santiago de Chile, donde grupos de estudiantes de secundaria, desde el día 14 de ese mes, realizaron un llamado colectivo para evadir el pago del transporte del Metro como respuesta al alza de treinta pesos del precio del boleto. Junto a la consigna “evadir, no pagar, otra forma de luchar” cientos de jóvenes saltaron los torniquetes de las estaciones y animaron a la ciudadanía a seguir su ejemplo, que en parte apoyó el boicot debido al malestar acumulado por décadas de precarización, privatización y mercantilización de los servicios públicos, de corrupción y de una violencia estructural que resulta del modelo neoliberal impuesto en la dictadura chilena y que fue reforzada durante la transición y la vuelta a la democracia (Araújo, 2019).

El clima de crispación aumentó con el paso de los días, motivado también por la violenta respuesta de los agentes de seguridad del Estado y por la nula sensibilidad mostrada por la clase política, hecho que provocó que el 18 de octubre de 2019 se iniciara la mayor revuelta social producida desde que se recuperó la democracia en Chile (Garcés, 2020). Durante esa jornada miles de ciudadanos ocuparon las calles y plazas como forma de desobediencia civil, cuestionando así el “triunfante modelo chileno”. Si bien mayoritariamente las protestas se desarrollaron de forma pacífica, esta sacudida de conflicto y crisis también derivó en acciones violentas, con barricadas, saqueos y con la destrucción de estaciones de Metro y paraderos del transporte público.

Desde ese momento, la revuelta en Chile no se detuvo y las marchas y concentraciones autoconvocadas por la ciudadanía se multiplicaron por todo el país, viéndose interrumpida por la pandemia Covid-19 que recayó meses después. Apenas estalló el movimiento, el gobierno del entonces presidente Sebastián Piñera recurrió a la represión policial para contener la movilización multitudinaria de la sociedad. Mediante la declaración de “Estado de emergencia” se llegó incluso a ordenar la ocupación militar en el país, reviviendo el pasado más oscuro de la historia nacional reciente cuando, en 1973, Augusto Pinochet tomó por asalto el poder estatal. Las fuerzas militares y policiales, como aquel entonces, recurrieron a una sistemática violación de los Derechos Humanos mediante tortura, violencia sexual, el uso excesivo de la fuerza y la privación arbitraria de la vida, hechos que han sido denunciados por diversos Organismos, nacionales e internacionales (ACNUDH, 2019; Human Rights Watch, 2019).

A pesar de ello y rechazando toda autoridad, una movilización masiva y transversal se reforzó mediante la organización de asambleas y cabildos territoriales, instancias de participación política horizontal desde donde se demandaba el fin de la Constitución de 1980, y cuya presión logró la aprobación de una nueva Carta Magna, consignada con un 78,2% de los votos en el plebiscito del 25 de octubre del 2020 y cuya redacción fue trabajada por una Convención Constitucional, también escogida de manera democrática.

En el contexto de protesta social, el activismo interactuó con intervenciones artísticas donde la música, la danza, la performance y las artes visuales conformaron expresiones emancipatorias que, además de poner en tensión el orden político dominante, sirvieron para recomponer el tejido social de los y las manifestantes. Así, se resignificaron viejas canciones, como también se crearon nuevos himnos, consignas, ruidos y gritos. Sartenes y ollas fueron utilizadas, entre otros instrumentos, como recurso expresivo que conformó el paisaje sonoro, cohesionó la acción colectiva y dio un sentido audible a las demandas sociales (Bieletto y Spencer, 2020; Granados, 2019).

La crisis de legitimidad política, por tanto, fue también audible, aunque los primeros días estos sonidos fueron percibidos como un “sinsentido inteligible” (Medina, 2004) por la clase política dominante y por los medios de comunicación afines. Debemos recordar las declaraciones emanadas por el presidente Sebastián Piñera en un matinal de un canal de televisión chileno, el día 8 de octubre del 2019, cuando se comparaba con el resto de los países latinoamericanos, en tanto aseguraba que “En medio de esta América Latina convulsionada veamos a Chile, nuestro país es un verdadero oasis con una democracia estable”.[4] Tan solo dos semanas después, apoyando la acción represiva de los agentes estatales, Piñera escuchaba los “ruidos” de la protesta como parte de una guerra orquestada por un “enemigo poderoso, implacable”.[5]

A su vez, la edición de La Tercera del 20 de octubre del 2019 abría de portada con la imagen de vagón de metro quemado y el titular “La crisis que nadie previó”. Tal sorpresa fue refrendada por la primera dama, Cecilia Morel, quien a través de una filtración de audio de WhatsApp consideraba que los “ruidos” eran proyectados por una “invasión extranjera, alienígena”.[6] Esa falta de una explicación lógica a lo que estaba ocurriendo, además de demostrar una absoluta desconexión con la realidad social en la que gobernaban, refrenda el progresivo silenciamiento en el discurso político de las capas medias y bajas, donde se produjo la privación de toda voz de quienes fueron apartados a los márgenes, a vivir en las periferias, lejos del “oasis chileno”.

Las vocalizaciones y sonoridades, percibidas por los sectores gobernantes como ruidos incomprensibles o de una violencia terrorista, desestabilizan el orden armónico y el régimen aural normativizado por el Estado, con marchas y concentraciones autoconvocadas por todo el país. En Santiago el foco neurálgico de la protesta quedó establecido en la renombrada Plaza Dignidad (Plaza Baquedano) por todo aquel afín al movimiento. Si bien la agitación popular se desplegaba a diario, los viernes se convirtieron en la jornada emblemática, destacando la del 25 de octubre del 2019 como “La marcha más grande de Chile”, donde cuando millones de personas se reapropiaron del espacio público y sonoro e hicieron retumbar las estructuras del Estado. Solo en la capital ese día se congregaron alrededor de un millón doscientas mil personas (Bieletto y Spencer, 2020).

Una de las medidas más inmediatas adoptadas por los agentes estatales para silenciar los ruidos disruptivos y controlar las protestas fue el decretar toques de queda. El primero rigió durante la misma madrugada del 19 de octubre de 2019 para las provincias de Santiago y Chacabuco, además de las comunas de San Bernardo y Puente Alto. El mecanismo de control social nunca había sido utilizado por razones de desorden civil desde la vuelta a la democracia y su supervisión quedó en manos del Jefe de Defensa Nacional, Javier Iturriaga. Sin embargo, la respuesta de buena parte de la ciudadanía fue asomarse por las ventanas y balcones de las casas a golpes de cacerolas, mediante gritos, cantos y del (re)sonar de múltiples instrumentos musicales y amplificadores. Si bien los toques de queda fueron extendiéndose por las principales ciudades del país, también lo hizo una masa de manifestantes que coordinaron su accionar en redes sociales e internet, para así amplificar y desafiar sonoramente a las autoridades con su silenciamiento impuesto. De esta forma y tal como ha sucedido en otros conflictos recientes del continente (Velásquez, 2021; Castro et al., 2021), el descontento territorializó el espacio urbano chileno pese a que las calles solamente estaban ocupadas por retenes y militares.

Diversos autores, en el marco de los estudios sonoros, han reflexionado sobre la dimensión política que conlleva la ocupación sonora del espacio público a causa de que se producen negociaciones y disputas de poder, así como ejercicios de reconocimiento y de ciudadanía (Bieletto, 2020; 2021). En palabras de LaBelle (2018; 2021), el sonido es un medio generativo que mantiene abierto el proyecto de un nuevo cuerpo social, pues su vibración traspasa las estructuras de dominación e interrelaciona a los sujetos que lo producen en un espacio de aparición pública. Es así como, mediante la agencia sonora (Sonic Agency) son articulados modos de “escuchar de manera diferente” que enfocan su atención en el reconocimiento de nuevas formas de vida cívica, incidiendo entonces en una “justicia acústica”. En efecto, tras el movimiento surgido el 18 de octubre a golpe de cacerolas, gritos y perfomances musicales, aquellos sectores excluidos y vulnerados por políticas neoliberales desafiaron su silenciamiento copando y saturando corporal y sonoramente las calles y plazas del país, haciendo de esta manera audible la posibilidad de establecer nuevas formas de participación, de imaginar alternativas de hacer política (Voegelin, 2019). Es significativo el hecho de que tras la “marcha más grande de Chile”, ya referida anteriormente, el presidente Sebastián Piñera publicara un tweet donde afirmaba haber “escuchado el mensaje” de los ciudadanos que pedían “un Chile más justo y solidario”[7] —si bien estas “buenas intenciones” quedaron resumidas a la nada.

Entre otras manifestaciones directamente ruidosas destacan las llamadas “barricadas sonoras”, una Big Band Noise convocada por el Colectivo No, que invitaba a sonorizar libremente el descontento social, apelando de esta forma al ruido como forma de resistencia en el espacio público.[8] Si pensamos en su función desestabilizadora, hacer ruido es a su vez una expresión que revela la fragilidad de un sistema o código ya establecido o cristalizado. La de un sistema sonoro de convenciones armónicas pero que pasando el umbral acústico revela la fragilidad de todo sistema ideológico, político, estético, ya sea hegemónico o marginal, en tanto todo sistema existe únicamente en la convención social y ante esa fragilidad, su transformación se vuelve viable, factible, incluso inminente. Hacer ruido colectivamente no solo configura una señal de expresión común, de comunicación (re)abierta, sino que supone el descubrimiento conjunto y crítico de los límites acústicos y ambientales del statu quo, la fascinante dimensión utópica del ruido. El caso de las barricadas sonoras, en este contexto concreto, puede ser puesto en relación con las tesis del antropólogo francés Michel De Certeau a propósito de las prácticas cotidianas de oposición y del interrogante polémico que supone “las operaciones de los usuarios supuestamente condenados a la pasividad y a la disciplina” (de Certeau, 2001: 391). Así pues, una situación social presuntamente paralizada y pasiva se convierte por esta vía en un contexto de uso, orientado hacia y desde un sentido práctico y crítico de la vida cotidiana, del espacio común, donde

productores desconocidos, poetas de sus asuntos, inventores de senderos en las junglas de la racionalidad funcionalista, los consumidores producen algo que tiene la forma de trayectorias. Trazan trayectorias indeterminadas, aparentemente insensatas porque no son coherentes respecto al lugar construido y prefabricado en el que se desplazan. Se trata de frases imprevisibles en un lugar ordenado por las técnicas organizadoras de sistemas. (De Certeau, 2001: 398)

Tales prácticas evidenciaron nuevos modos de habitar y entender el espacio público en ciudades que progresivamente deshumanizan a favor de intereses del mercado y el capital global, con altos niveles de segregación, desigualdad social y polarización en la distribución de servicios según los grupos socioeconómicos que viven en sectores diferenciados (Rasse, 2019; Schlack, 2019). En Santiago, por su parte, la Plaza Dignidad se configura como la frontera simbólica donde las clases más acomodadas suelen vivir en el sector oriente de la misma, facto arraigado en el imaginario colectivo.

Tal como sostienen Quezada y Alvarado (2020), en ese contexto se enmarcan las acciones de desmonumentalización e intervención de los íconos emplazados en el espacio público y que se han replicado en multitud de ciudades del país, por representar figuras del proceso de colonización, o a próceres y autoridades militares de la nación. Así, se produce una disputa por la historia a la vez que supone un acto descolonizador que tensiona la construcción homogeneizante y blanqueante del Estado-nación, a favor de usos más democráticos y plurales del espacio. Por otra parte, el paisaje lingüístico también se reconfigura políticamente para la acción social, a través de grafitis, murales, pancartas u otras escrituras expuestas (Domingo, 2020).

Evidentemente el ruido como disrupción libertaria provoca interferencias en los códigos del espacio público hegemónico, regulado bajo la idea de un formalismo acorde a la ciudad neoliberal. Su producción y presencia, por tanto, además de reivindicar una democracia participativa, contribuye sin duda en la reconfiguración del espacio urbano y el de su uso por parte de aquellos que lo habitan (Bieletto, 2021). Aquí podemos pensar en lo político que resulta del acto de golpear con piedras y otros objetos la estructura metálica de las paradas de buses del transporte público, alias parederos de micro, hecho reiterado diariamente durante las protestas. Son paraderos que conforman una cotidianidad para multitud de personas que acuden a ellos para recorrer la ciudad, con largas distancias y tiempos de viaje, hacia sectores mejores equipados que ofertan trabajos, con más áreas verdes y plazas que en sus barrios de origen (Schlack, 2019); un transporte público que, además, está administrado por diversas empresas privadas debido al sistema de concesiones. De este modo, el espacio urbano (de)muestra su potencial creativo y transformador, siendo resignificado (y sonorizado) por los manifestantes como medio de visibilidad, para la expresión de reivindicaciones y para construir nuevos caminos de vida pública (Labelle, 2018) (Figura 1).

 

Figura 1. Manifestantes golpeando (sonorizando) el paradero de la micro, febrero 2021

Figure 1. Protesters hitting (sounding) at bus stops, February 2021

Fuente/source: Daniel Miranda.

 

A los pocos días del inicio de la revuelta, los edificios céntricos de las principales ciudades del país se cubrieron con paneles metálicos y rejas como medio para proteger la infraestructura y así evitar daños o saqueos al interior de empresas y locales comerciales. Una ciudad acorazada se cerró sobre sí misma, llegando incluso a impedir la libre circulación en un gran número de calles y pasajes a través de la instalación de portones.[9] La materialidad violenta e invasora del ruido debía ser controlada y contenida en la mayor medida posible: cuanto más lejos mejor. Un caso paradigmático en Santiago es la Torre Telefónica. Conocida como edificio Movistar, es un rascacielos de 143 metros de altura emplazado en Plaza Dignidad, perteneciente a la multinacional homónima de telecomunicaciones. Millones de personas han transitado por su costado pensando en su quehacer diario, sin detenerse o considerar en acceder al mismo. Después del 18 de octubre del 2019 las protecciones del recinto se han convertido en un soporte fundamental para la comunicación y la acción colectiva. Detenidos, golpeándola con piedras o cualquier otro utensilio, los y las activistas se reúnen para expresar (ruidosamente) su indignación, pero también para herir a uno de los símbolos del neoliberalismo haciendo vibrar sus cimientos, cuestionando así el sistema económico y recuperando efímeramente un espacio controlado por intereses privados. Por tanto, este medio de contención es subvertido en un espacio socioafectivo para imponer una resonancia y una “escucha metálica” por saturación que transformó el territorio acústico de la revuelta (LaBelle, 2021).

A partir de experiencias rítmicas contra la Torre Telefónica, cacerolazos, ruidos utópicos y expresiones colectivas, en enero del 2020 nació en Valparaíso el Momoprot, por sus siglas Módulo Móvil de Protesta, ideado por Nicolás Kisic (Figura 2). Un instrumento casero, como muchos otros que fueron a aumentar el ruido ciudadano durante el estallido social chileno como medio de disputa y de acción política. El Momoprot tomó como punto de partida la subversión del uso de objetos cotidianos, objetos del sistema, o de la normalidad que se rompía o, como mínimo, se veía cuestionada. Un artefacto imprevisto, inclasificable o alienígena; un carrito de supermercado, símbolo del retail —siendo el retail chileno un campeón ventas en Latinoamérica— sirvió de base para montar una estructura de tambores improvisados, hecha de cubos de pintura vacíos. El Momoprot llevaba instalado un sistema de transmisión FM, una radio pirata para aumentar su capacidad de hacer ruido.

Quienes pasaban una cuadra a la redonda escuchando una radio local popular oirían su transmisión cortada, hackeada, por el Momoprot. Se escucharía la descarga rítmica de alta intensidad inesperadamente, hasta que el recibidor o el transmisor quedase fuera de alcance y volviera la radio a sintonizarse con normalidad. La conexión operativa entre las barricadas sonoras y el Momoprot, así pues, debería ser considerada a la luz de relaciones de fuerzas (De Certeau, 2001) que orientaran en un sentido táctico la acción reivindicativa de una multitud autoconsciente y creativa. La expresión que para esto utilizara De Certeau sería: “la táctica es un arte del débil” (2001: 402). En este caso, la táctica crítica se hallaba orientada hacia una creatividad sonora, acústica, que incluyera el ruido como elemento activo en la producción de interferencias en el circuito simbólico de la reproducción social.

A lo largo de algunas jornadas de protesta en Valparaíso, el Momoprot acompañó y contribuyó con el ruido y la transgresión que suponía protestar el sistema institucional vigente en Chile. Manifestantes de muy diferente extracción y posición social se sentían invitados y convocados por el módulo de protesta a propulsar y descargar rítmicamente, corporalmente, en movimiento. La descarga se transformaba en el ruido que por momentos conducía el ambiente de protesta. Interiormente, ciertos testimonios daban cuenta de un aspecto terapéutico, como si la expresión bulliciosa y ruidosa del Momoprot hubiera contribuido a canalizar también el ruido inapreciable de cada singularidad subjetiva, de cada (inter)subjetividad.

 

Figura 2. Momoprot, Módulo Móvil de Protesta, ideado por Nicolás Kisic. Enero de 2020

Figure 2. Momoprot, Moblie Protest Module, designed by Nicolás Kisic. January 2020

 Fuente: NKA, https://nka.radio/experiments

 

Vemos que el espacio no fue lo único resignificado y transformado, pues como afirman Bieletto y Spencer (2020: 16), la práctica sónica y vibratoria que (re)surgió durante la revuelta chilena se constituyó en una experiencia colectiva transformadora que redirigió afectos y activó procesos de sanación y restauración moral. Y es que el sonido es un dispositivo de sensibilización (Granados, 2019) que activa nuestros resonadores corporales, posee una dimensión táctil que sincroniza nuestros cuerpos en una atmósfera afectiva, donde la escucha es la base para reconocer a tu compañero de lucha como parte de una misma “comunidad acústica” (Tausing 2019). El ruido, por tanto, conecta a los cuerpos que lo producen y escuchan, tejiendo así una red de actores que, a través de sonidos múltiples, efímeros y diversos, expresan políticamente su disenso social (Castro et al., 2021). Tales emociones y afectos movilizados, sin duda, son imprescindibles para garantizar la sostenibilidad de todo movimiento social, para demostrar exigencias y una existencia compartida.

En contrapartida, el ruido también fue un catalizador de la violencia y de la lucha directa, siendo así producido o causado debido a la intencionalidad de silenciar o de herir al oponente. A diario se generaban enfrentamientos entre militares y carabineros y la denominada “primera línea”, una línea de defensa ciudadana que intenta bloquear el paso de las fuerzas policiales. De este modo, el ruido sería una causa que refleja el conflicto entre polos opuestos: escopetazos con perdigones y bombas lacrimógenas en contra de “camotes” (piedras), fuegos artificiales, o proyectiles lanzados con hondas, construirían un territorio acústico de una batalla surgida como consecuencia de la crisis social.

Pero el ruido, por su dimensión violenta, también fue proyectado intencionalmente como parte de políticas de control del orden social, siendo un caso paradigmático el uso de armas acústicas. Desde que a principios de diciembre de 2019 Rodrigo Ubilla, subsecretario del Interior, manifestara que se estaba barajando su incorporación para disipar las protestas. Diversos organismos e instituciones como la Escuela de Fonoaudiología de la Universidad de Valparaíso, el Departamento de Fonoaudiología de la Universidad de Chile, así como la Sociedad Chilena de Musicología, mostraron públicamente su rechazo y preocupación.[10]

Al menos, su uso ha sido documentado en la ciudad de Antofagasta durante la noche del 11 de diciembre del 2019. Es revelador el testimonio de quien registró el hecho, pues si bien afirma que algunas personas se retiraron del lugar, por otra parte, la reacción de parte de los manifestantes fue articular sus propios ruidos como forma de anulación e imposición sonora: “ante esto, los manifestantes que se encontraban con instrumentos musicales comenzaron a hacer una ‘batucada’ para contrarrestar las molestias y eso generó que la policía se fuera del lugar” (Romero, 2019). Podemos traer aquí el concepto de “pared sónica” (soundwall) acuñado por Murray Schafer, y es que, cuando un sonido aparece de forma inesperada, de igual manera puede ser combatido a través de otro que intenta colocarse por encima de él, “en mi espacio suena mi sonido [mi poder], por tanto, cuando el sonido de otro irrumpe en ese espacio se establece la clara posibilidad del conflicto” (Schafer en Rivas, 2015: 87).

En ambos casos, ya sea el ruido como resonancia de la violencia y enfrentamientos, o como agente-arma utilizado para dañar al adversario, si bien no produce marca visible como las heridas de disparos o golpes, genera un gran impacto tanto en el cuerpo como en la destrucción de la subjetividad del oponente (Cusick, 2006). En este sentido, uno de los hechos que mayor conmoción provocó entre la ciudadanía fue el alto número de traumas oculares que los carabineros perpetraron sobre los activistas, debido al uso desproporcionado e indiscriminado de escopetas de perdigones. Pero incluso cuando estos no alcanzan a atravesar la carne o los glóbulos oculares de los manifestantes, de igual forma la escucha de su detonación es capaz de generar un impacto psicológico y un trauma, tanto que no resulta extraño conocer el caso de algún amigo o familiar que se ha visto obligado a desmovilizarse debido al terror a sufrir sus consecuencias.

Por otra parte, si bien hasta ahora hemos tratado el sonido, el silencio y el ruido dentro del movimiento social transversal, muchas revueltas nacieron en y desde la revuelta social iniciada en octubre del 2019. Y ello fue también perceptible desde la dimensión aural, pues una gran variedad de repertorios y prácticas músico-danzarias ejercieron y reclamaron su derecho de aparición, donde

músicas y sonidos en el espacio público —y sobre todo, la gran diversidad de prácticas musicales representadas— ha[n] tenido un efecto amalgamador en las movilizaciones, pues nos han permitido notar las diferencias internas dentro del movimiento y, por ende, reconocer la diversidad de sectores que se sienten convocados por el mismo. (Bieletto y Spencer, 2020: 14)

Naturalmente, el sonido como fenómeno social y que es producido por contextos culturales, económicos y políticos particulares (Eidsheim, 2015) participa en los procesos de identificación y de diferencia, pues su producción-escucha delimita una frontera simbólica y espacial que genera distinción sociocultural, un adentro y un afuera (Domínguez, 2015b). Esta diferenciación permitiría que un sujeto que se recorre la Plaza Dignidad pudiera percibir múltiples “zonas de intensidades” (Born, 2013), que son el resultado de “regímenes sensoriales” diversos, esto es “arreglos específicos entre formas de ocupación del espacio físico y simbólico, disposiciones corporales, formas elementales de acción colectiva y modalidades sensorio-perceptivas” (Granados, 2021: 157).

Es el resultado de que, si bien existieron reivindicaciones que surgieron en el contexto del estallido social que tienen un consenso transversal (como lo es la crítica al modelo neoliberal y la deslegitimación de la clase política y policial) diversos colectivos, movimientos e identidades culturales, por otra parte, forjan demandas específicas que son articuladas mediante su identidad, subjetividad y lenguaje propio, determinando reflexivamente su repertorio de acción dentro de la contingencia política.

Gracias a ello, podíamos escuchar el afafan a viva voz, acompañado de los ritmos del kultrun y de las cascahuillas, y el sonido de la trutruca. Y es que, portando las banderas wenufoye y la wünyelfe, el pueblo mapuche (y simpatizantes que apoyan la causa) también demandaba la desmilitarización del Wallmapu (territorio ancestral Mapuche), la descolonización y la autodeterminación. Desde las ciudades nortinas, pero también en Santiago, las sonoridades andinas, como por ejemplo las lakitas, también hicieron presencia, junto a las wiphalas, demostrando, con el pueblo mapuche, que la plurinacionalidad es el único camino posible para una nueva Constitución (Cortés, 2020; Daponte et al., 2020). También lo hizo la polirritmia del tumbe afroariqueño, una música y danza originaria del pueblo afrodescendiente de Arica que, tras dos décadas de reivindicación, lograron su reconocimiento estatal a través de la Ley 21.151, y cuya práctica se ha extendido ampliamente en otras ciudades del país (Carrasco y Domingo 2022).

Otros sonidos/ruidos característicos con gran presencia y disputa territorial fue el de las barras de fútbol, que, a golpes de bombo y cánticos, con su famoso “aguante”, resignificaron la Plaza Dignidad en un estadio combativo y social. Sin duda, otro movimiento que demostró su fuerza fue la movilización feminista, donde a través de la performance “Un violador en tu camino” del colectivo Lastesis alcanzó repercusión mundial (Bieletto, 2020). Incluso la presencia de chinchineros (Figura 3), orgullo de tradición y cultura popular chilena, o la de músicos académicos chilenos interpretando el Requiem de Mozart en el espacio público (Fugellie, 2020), invitan a reflexionar sobre las políticas de patrimonio cultural y educacional adoptadas por el Estado.

 

Figura 3. Chinchinero vistiendo la camiseta del Club de Deportes Santiago Wanderers. Octubre de 2019

Figure 3. Chinchinero wearing the Santiago Wanderers Sports Club shirt. October 2019

Fuente/source: Daniel Miranda.

 

Conclusión

Un análisis teórico y crítico de la función del ruido mostraría su relación pragmática y constitutiva con las prácticas sociales, especialmente en contextos de crisis social. La sociología, la semiótica o la teoría de la comunicación han dejado de lado la cuestión del ruido por considerarla una mera disfunción en la transmisión de mensajes; sin embargo, una observación/escucha y reflexiones atentas a los procesos de movilización y control social en contextos críticos muestra la carga dinámica y desestabilizadora del ruido en situaciones de alta tensión colectiva. Y es que el ruido, como fenómeno sonoro complejo, no solo es producido y percibido por “sonar bien o mal”, o por ser o no un mensaje comprensible. Como hemos visto, hay sonidos que, aun siendo inteligibles y reconocibles, siguen siendo concebidos como ruido. Ese fue el caso de la revuelta social chilena desatada en octubre de 2019, donde en muchas ocasiones se utilizaron consignas, canciones e himnos en la protesta que son claramente enunciados.

La capacidad desestabilizadora del ruido en momentos de crisis social no solamente tiene que ver con apelar a expresiones que el Estado no entiende, sino con hacer audible el descontento social, por el carácter vinculante de la sonoridad que promueve formas de organización colectiva que perturba a los regímenes aurales hegemónicos. Dichas comunidades acústicas, pese a ser efímeras y precarias, instalan un nuevo cuerpo social en la esfera pública que socava silenciamientos largamente impuestos. El ruido de la protesta chilena es aquella sonoridad potente, disruptiva, que desafía el orden social establecido, el que tensiona los consensos forzados por un gobierno regido por un modelo de Estado de carácter neoliberal. Pero además, la función activa del ruido en la producción de determinadas situaciones ambientales se manifiesta, por así decirlo, tanto del lado de los movimientos de protesta social como del lado del control institucional y la represión policial. Vemos que el caso del estallido social chileno iniciado en octubre de 2019, que todavía plantea huellas de conflicto en la actualidad, se ofrece como espacio privilegiado para el aprendizaje teórico-práctico de dicha problemática crítica, que podría estudiarse en relación con otros múltiples contextos y casos convergentes en sus motivaciones y sus efectos políticos.

 

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            Recibido: 26/07/2022              

Aceptado: 25/01/2023

  Publicado: 30/06/2023



[1] Daniel Domingo Gómez: Universidad de Santiago de Chile, Santiago, Chile, ORCID 0000-0002-0519-6108, daniel.domingo@usach.cl; Antonio Méndez Rubio: Universitat de València, Valencia, España, ORCID 0000-0001-8847-0741, antonio.mendez@uv.es

[2] Siguiendo a Natalia Bieletto (2019: 118), definimos como regímenes aurales a las “estructuras culturales y sociopolíticas que predisponen a las personas a determinadas reacciones para ciertos sonidos, moldean las formas de percepción y determinan las categorías de clasificación sonora, al tiempo que distribuyen dichas categorías de manera diferencial. También contribuyen a moldear las prácticas de escucha que se inducen de forma mayoritaria”.

[3] Véase en más detalle el mapa de estas relaciones críticas en Méndez Rubio (2021).

[4] Baeza, A. (2019). “Piñera asegura que ‘en medio de esta América Latina convulsionada, Chile es un verdadero oasis con una democracia estable”. La Tercera, 8 de octubre 2019. https://www.latercera.com/politica/noticia/pinera-asegura-medio-esta-america-latina-convulsionada-chile-verdadero-oasis-una-democracia-estable/851913/ (consultado 30/06/2023).

[5] CNN Chile (2019). “Piñera: ‘Estamos en guerra contra un enemigo poderoso”. 2019. CNN-Chile, 21 de octubre de 2019. https://www.cnnchile.com/pais/pinera-estamos-en-guerra-contra-un-enemigo-poderoso_20191021/ (consultado 30/06/2023).

[6] BBC News Mundo (2019). “Protestas en Chile: la controversia después de que la primera dama Cecilia Morel comparase las manifestaciones con una ‘invasión alienígena’”. BBC News Mundo, 23 de octubre 2019. https://www.bbc.com/mundo/noticias-america-latina-50152903 (consultado 30/06/2023).

[7] T13 (2019). “Piñera tras histórica marcha: ‘Todos hemos escuchado el mensaje, todos hemos cambiado’”. T13, 25 de octubre 2019. https://www.t13.cl/noticia/politica/nacional/pinera-historica-marcha-todos-hemos-escuchado-mensaje.todos-hemos-cambiado (consultado 30/06/2023).

[8] Las manifestaciones pueden escucharse en archivo sonoro, en https://soundcloud.com/user-864271440 (consultado 30/06/2023). Son registros cuyo agrupamiento, ordenamiento y preservación escapan del control ejercido por los organismos estatales o de la industria musical, por lo que se genera un archivo sonoro desinstitucionalizado que construye memoria y activa con “procesos de reordenamiento de los sentidos” (Ochoa, 2011: 86). Tal como afirma García, hasta hace unas décadas el registro sonoro se asociaba con la idea de transparencia, de fijación, y donde el archivo fue la institución que preservaba y garantizaba una “ontologización de lo real” (García, 2021: 249). No obstante, desde fines del siglo XX y gracias al “giro archivístico” es reconocido su carácter inestable y procesual, sujeto a las instancias de audición, es decir, a “la emoción y sensibilidad del oyente, el medio acústico en el cual se reproduce, el momento de desarrollo tecnológico de reproducción del sonido y los estándares perceptivos de cada época” (García, 2021: 253). Aunque tales consideraciones exceden al objetivo planteado en nuestro artículo, para mayor información leer a García (2019).

[9] Actualmente y en base a medidas de seguridad y control, una comisión de Gobierno está estudiando flexibilizar su instalación por parte de las comunidades de vecinos. En https://www.interior.gob.cl/noticias/2021/01/20/camara-de-diputados-aprueba-proyecto-sobre-cierre-o-control-de-acceso-de-calles-y-pasajes-por-motivos-de-seguridad/ (consultado 30/06/2023).

[10] Por ejemplo, la Escuela de Fonoaudiología de la Universidad de Valparaíso alertó que su uso generaría graves daños en la audición de los manifestantes, pudiendo llegar incluso al punto de provocar la pérdida auditiva irreversible. La Sociedad Chilena de Musicología se mostró todavía más crítica, posicionándolo como un método de violencia fisiológica y sensorial que perjudica gravemente la salud y el resguardo de los Derechos Humanos. Por ello, instaban al gobierno a diferenciar el descontento social vivido con situaciones reales de guerra, de tortura y de ocupación militar, lugar donde comúnmente es utilizado este tipo de tecnología armamentística (SCHM, 2020).