La frontera entre historia y literatura. Una lectura de Luis Durand y la cuestión agraria en Chile

Revista Estudios Avanzados 31, julio 2019: 95-111. DOI 10.35588/idea.v0i31.4281 ISSN 0718-5014

 

 

 

La frontera entre historia y literatura.

Una lectura de Luis Durand y la cuestión agraria en Chile*

 

The Border between History and literature.

A lecture of Luis Durand and the Agrarian Reform en Chile

 

 

Nicolás Acevedo Arriaza**

 

 

Resumen

La visión en torno a la sociedad agraria de comienzos del siglo XX, a partir de una relación entre literatura e historiografía, es el tema de discusión del presente artículo. A partir de un análisis crítico de la obra del escritor chileno Luis Durand se puede constatar que el autor anticipa a problemáticas estudiadas posterioremente por la historiografía sobre la Araucanía. En ese sentido la obra de Durand fue pionera en la construcción de representaciones de los sujetos implicados en una sociedad fronteriza, pero con cierta intencionalidad integracionista al Estado chileno, propósito marcada por una naturalización de las desigualdades sociales a partir de factores de género, raza y clase.

 

Palabras clave: Luis Durand, cuestión agraria, literatura, historia.

 

 

Abstract

The following article discusses the vision of agrarian society at the beginning of the 20th century, based on the relationship between literature and historiography. From a critical analysis of the literature of Luis Durand it can be seen that he anticipates problems that the historiography on the Araucania studied later. In this sense, Durand’s literature was a pioneer in the construction of representations of the subjects involved in the border society, but with an integrationist intentionality to the Chilean state and marked by a naturalization of social inequalities based on gender, race and class factors.

 

Keywords: Luis Durand, agrarian question, literature, history.

 

Introducción

 

 

Al conmemorarse los cincuenta años de la Reforma Agraria, se generó en Chile una importante edición de nuevas investigaciones, tanto de historia como memorias en torno la cuestión agraria, las movilizaciones campesinas y la distribución de tierras entre 1964 y 1973. Por un lado, un conjunto de estudios plantea que la Reforma Agraria polarizó y quebrantó a la sociedad rural, sin siquiera mejorar la productividad (Cousiño y Ovalle, 2013; Valdés y Foster, 2015). Por otro lado, una serie de investigaciones valoraron la distribución de tierras y la modernización de las relaciones sociales en el campo, al dar término con el latifundio y el inquilinaje (Bengoa, 2015; Avendaño, 2017; Rojas y Manríquez, 2017; vv.aa., 2017; Canales et al., 2018). En ambos casos —tanto partidarios como detractores de la Reforma Agraria— desconocieron las vertientes organizadas, décadas antes, de campesinos y organizaciones políticas anteriores a la Reforma Agraria, o al menos las minimizaron, dando a entender que antes de los años sesenta la sociedad agraria fue un espacio estable y ausente de conflictos sociales (Bengoa, 2016: 12). ¿Cuándo comienza la cuestión agraria como debate político y movilización social? ¿Fueron los campesinos protagonistas de este debate o fueron más bien actores pasivos? ¿Qué rol cumplió la izquierda en los procesos de politización campesina desde las primeras movilizaciones entre 1939 y 1947?

El siguiente artículo intentará abordar dichas preguntas a la luz de la óptica de una Historia Sociopolítica, la cual proviene de la Historia Social, y pretende incorporar tanto lo sociopolítico como lo cultural en su análisis historiográfico (Ulianova, 2009: 11). En tal sentido, en esta ocasión interesa dialogar con una parte de la obra del escritor chileno Luis Durand, considerando cómo esta nos ayudaría a dotar nuevas perspectivas en torno a las movilizaciones campesinas y la cuestión agraria a comienzos del siglo xx.

Leer a Luis Durand es introducirse a los imaginarios sobre el “mundo rural” de fines del siglo xix y comienzos del xx, donde lo “salvaje” provendría tanto del rico como del pobre, con una violencia reflejada en las relaciones laborales y en la vida cotidiana. Durand, escritor chileno del siglo pasado, rescata el lenguaje campesino y sus costumbres pero, sobre todo, recrea la imagen de los habitantes de las conflictivas tierras de la provincia de Malleco. ¿Qué importancia tendrían dichas representaciones para quienes deseen investigar históricamente la sociedad fronteriza de fines del siglo xix y parte del xx? ¿Es necesario leer o releer las obras de Luis Durand para fines historiográficos?

Abordar dicha pregunta nos sugiere analizar la relación entre literatura e historia, debate que no es nuevo, pero que sigue inquietando en nuestros campos de estudios. Hayden White, el filósofo de la historia, propuso que las narrativas históricas y narrativas ficcionales tenían más similitudes que con las ciencias, ya que el relato de los historiadores “no refleja las cosas que señala; recuerda imágenes de las cosas que indica, como lo hace la metáfora” (White, 2003: 125). Según Verónica Tozzi, esto no negaría los acontecimientos ni la realidad, sino que negaría que los hechos hayan sucedido como el historiador los escribe (Tozzi, 2006). Así, White interpeló a los historiadores a reconocer la realidad, contrastando sus fuentes con “lo imaginable” de la ficción. “Si reconociéramos el elemento literario o ficticio en cada relato histórico, seríamos capaces de llevar la enseñanza de la historiografía a un nivel de autoconciencia más elevado que el actual” (White, 2003: 139).

Aunque polémico en sus planteamientos, las propuestas de White permitieron reflexionar en el campo de la historiografía, cuestionando el carácter totalizador de la Historia Social y permitiendo, como diría Geoff Eley, integrar “la compresión teórica de género cuyos efectos transformaron la fundamentación de la manera de pensar la historia” (Eley, 2008: 193). En ese sentido, sería falsa la división entre lo “social” y lo “cultural”, no obligándonos necesariamente a optar por una u otra categoría (Eley, 2008: 295). Este nuevo escenario desde donde nos posicionamos permite dialogar de mejor manera entre la historia y la literatura, cuya frontera estaría, según la historiadora Ivette Jiménez de Báez, en el “límite e intercambio” entre las dos narraciones, que inevitablemente están en contacto, descubriéndose en el otro (Jiménez de Báez, 2012). Por otro lado, la filósofa chilena Carolina Pizarro ha planteado que tanto la literatura como la historia son “discursos”, pero con aspectos y exigencias diferentes. La historia debiera realizar representaciones fidedignas de lo que realmente fue, mientras que a la literatura se le pide una coherencia interna. Pero en torno a los propósitos, Pizarro cuestiona que solo la historia tenga una intencionalidad de “verdad”, ya que una novela, aunque sea ficción, puede plantear nuevas interpretaciones que provoquen que el lector desee optar por investigarlas. De la ficcionalidad pasaría el lector a indagar en la historicidad (Pizarro, 2015). Últimamente, el historiador francés Iván Jablonka ha llegado a similares conclusiones, destacando una falsa dicotomía entre historia y literatura, pues la ficción, sin ser un relato verdadero, en algunos casos tampoco pretende el engaño y puede contener conocimientos útiles para el desarrollo historiográfico. En ese sentido, el método ficcionario, como lo llama Jablonka, buscaría integrar las preguntas o las temáticas cotidianas de la literatura al conocimiento histórico (Jablonka, 2016: 219).

El presente artículo, enmarcado desde una historia sociopolítica, busca relacionar literatura e historia, analizando las representaciones que surgen en la obra de Luis Durand, quien fue uno de los máximos exponentes del llamado criollismo chileno.[1] Nuestra hipótesis plantea que la literatura de Luis Durand se adelantó a temáticas y problemas que la historiografía chilena estudió posteriormente, aunque claramente con representaciones e intenciones de veracidad diferentes al ejercicio historiográfico. En ese sentido la obra de Durand resulta pionera en la construcción de representaciones de los sujetos implicados en la sociedad fronteriza de fines del siglo xix y comienzos del xx, aunque estas invisibilizaban la agencia de algunos de sus habitantes.[2] Nos focalizaremos entonces en la lectura de treinta y uno de sus cuentos y en su principal novela, Frontera (publicada por primera vez en 1949), con el objetivo de analizar las temáticas y conflictos que allí surgen. Finalmente, contextualizaremos dicha obra en su tiempo y espacio, incorporando los estudios historiográficos y de prensa en torno al espacio donde se desarrolla la obra de Durand —la provincia de Malleco—, integrando aspectos ausentes en la obra del escritor chileno.

 

 

De pobres, ricos, justos y poderosos

 

 

Luis Durand nació en Traiguén, en 1895. Según Mariano Muñoz, sus primeras lecturas fueron recomendadas por un zapatero, mientras que su hermano, profesor, lo incentivó a escribir (Muñoz, 1978: 3). Sus estudios secundarios los realizó en Santiago, en el Instituto Nacional, relatando parte de ese periodo en la novela Mercedes Urízar (Durand, 1973: 12-15). En Chillán estudió en una Escuela Agrícola, pero debió trabajar como administrador de fundos en la zona de Quechereguas, hasta que se radicó en Santiago en 1920 (Sánchez, 1995; Gazmuri, 2009: 322-323). Allí trabajaría en Correos de Chile, donde “todas las mañanas me levantaba soñando con tener unas horas de tiempo” para escribir y recordar su vida en el campo (Durand, 1948a: 10). En la capital conoció a Mariano Latorre, haciéndose parte del movimiento literario criollista y del Centro Ateneo; también colaboró en los diarios El Mercurio, La Nación y la revista Lectura Selecta (Quezada, 1983).

Años después Durand expuso que su experiencia como administrador probablemente le permitió obtener el material para escribir sus primeros cuentos, editados bajo título Tierra de pellines, publicado en 1929. “Yo viví diez años consecutivos en el campo… lo que cuento en mis recuerdos es el producto de la observación de ese ambiente” (Quezada, 1983: 46). Con la lectura de este libro, además de Campesinos y Casa de infancia podremos analizar la propuesta de Durand, un crudo y pesimista relato sobre las relaciones sociales en el sur chileno. “Dura vida en el campo”, escribe en “Cuesta arriba”, cuento que retrata a dos bandidos rurales que terminan escapando de la policía, matando uno al otro con un puñal (Durand, 1950). En el fondo, un mundo trágico, lleno de injusticias y sin solución aparente al cambio. Es una desdicha casi naturalizada que explicaría el destino de los campesinos. Así lo explicó en Alma y cuerpo de Chile:

 

 

La rebeldía y la pasión de las masas son como el oleaje de mar que se agita hacia el lado que empuja el huracán. Su rebeldía no tiene el arraigo de la convicción inamovible… Está muy lejos aún el día en que el alma de la masa [de] Chile se impregne de ese soplo de misticismo que necesitan los grandes ideales para triunfar en sus anhelos de bienestar (Durand, 1947: xx).

 

 

Contextualizándolo en su tiempo, el autor fue admirador de Arturo Alessandri Palma, a quien le escribió una biografía porque era un “héroe de la paz”, que luchó por dignificar la condición humana (Durand, 1952: 7). Refería a la desigualdad entre la oligarquía, que “lo tiene todo y del sirviente que no tiene nada, porque no sabe conquistarlo” (Durand, 1947: 62). Su análisis se podría inscribir en el mundonovismo, movimiento modernizador que buscaba integrar lo geográfico y la subjetividad  de quienes le habitaban, rescatando el atractivo de “la tierra, la raza y el ambiente” (Maíz, 2002: 227).[3] Así Durand justificaba sus intenciones a partir de sus propias vivencias, ancladas a comienzos del siglo xx, y de la lectura de Chile, su tierra, su gente, del norteamericano George McBride, quien aseveró que Chile requería una Reforma Agraria para evitar la violencia campesina, como ocurrió en México o Rusia (McBride, 1938: 346).

Durand retrató el mundo rural sin ocultar el conflicto entre patrones y sirvientes, exponiéndolo como un aspecto cotidiano, pero sin organización ni politización de parte de los campesinos, como posteriormente sucedió a fines de los años treinta (Loveman, 1976). Puede que Durand, que vivió en el campo hasta 1920, haya obviado los conflictos sindicales, simplemente porque en su tiempo no existieron —o bien su intencionalidad integracionista quiso obviarlas. De todas maneras, sostenemos que las representaciones que el autor realizó son sumamente interesantes para quienes investigan el mundo agrario de comienzos del siglo xx, únicas por las temáticas o nudos que expone. ¿Cuáles fueron entonces estos nudos principales que aparecieron en su obra?

Un primer aspecto fue evidenciar la representación del mundo rural: violento y en constante conflicto, contrario a la pax rural que algunos historiadores han descrito a comienzos del siglo xx (Bauer, 1994). Para Durand existía una tensión entre ricos y pobres, marcada por la identidad de clase. Así lo retrata un campesino a su esposa:

 

 

—A los ricos mientras más tienen, más les da Dios.

—Así son no más —comenta la Tomasa— y al pobre tanto que le cuesta pa ganarse la vía (Durand, 1929: 79).

 

 

Tales afirmaciones son constantes en numerosos cuentos de Durand, derivando incluso en acciones violentas como robos y asesinatos entre patrones y trabajadores o bandidos. La desconfianza es mutua, cuestionándose incluso la posibilidad de mantener relaciones amorosas entre personas de distintas clases sociales. Fue el caso de Elisa, una campesina que le dice al administrador del fundo:

 

 

¿qué saca una pobre con ponerse a creerle a un jutre que no la quiere no más que para pasar el tiempo? Después que uno les corresponde la dejan mirando a la luna. Así le pasó a la prima Honorinda con don Enrique, el bodeguero de Vista Alba. El muy mentiroso, después que le ofreció palabra de casamiento, se mandó a cambiar para Chillán, donde tenía su novia, y aquí quedó la pobre esperándolo y tuavía con encargo (Durand, 1958: 103).

 

 

Es el destino, una especie de estructura que constriñe a los sujetos sociales y que hace que nada cambie en el mundo rural. Todo permanece sin variaciones, indefinidamente. Así lo expresa Hortensia cuando vuelve de Santiago: “Todo estaba igual, como si lo hubiera dejado el día de antes” (Durand, 1944: 54).

Un segundo aspecto es la representación de cada una de las clases sociales. En primer lugar, los hacendados: sujetos toscos y violentos; hombres de una ambición y un poder ilimitado. “Hasta hoy, después de 130 años de vida independiente, el latifundista sigue manteniendo su situación de privilegio”, escribió en un ensayo sobre la realidad chilena (Durand, 1957: 54). En el cuento “El Reni” se relata cómo un terrateniente hizo un pacto con el demonio para quedarse con la riqueza de su padre. “Al jutre le vino la ruina más grande, porque las hipotecas se le comieron vivo. Después tuvo que pagarle su dieta al diablo con él mismo” (Durand, 1929: 26). Los patrones verán a los mapuche[4] como “flojonazos” y borrachos. “Para el indio no hay fiesta sin borrachera”, diría el protagonista de Frontera. Por lo demás, los ricos marcan los límites de clase y advierten cuando un pobre los trasgrede. Así ocurrió en “Historia de una leyenda”, en Campesinos, que relata de qué manera un profesor de Contulmo, se enamora de una hija de colonos alemanes. Su amor se mantuvo en secreto porque ella debía casarse con un “despótico señor feudal”. El romance entre la joven y el profesor no se detuvo, hasta que el maestro apareció muerto de un disparo en la frente cerca de su hogar (Durand, 1950).

Por otro lado, los campesinos son representados como sujetos desconfiados, fiesteros, amantes del alcohol y que transitan entre la holgazanería y el trabajo. Bajo fuertes condiciones climáticas y geográficas, algunas laboran acarreando bueyes, talando árboles o comercializando su escasa cosecha de trigo. Pero están también quienes, aparentemente, no desean trabajar. En el cuento “Afuerinos”, dos camaradas buscan trabajo, pero se quejan del salario. “Por esa plata yo no le trabajo a nadie”. Ambos terminan durmiendo escondidos en un rancho, robándole leche al patrón y sin ganas de seguir buscando trabajo, como vemos en Casa de la infancia (Durand, 1958). En otros casos, los inquilinos se quejan del patrón por sus maltratos: “Creen de que porque son ricos han de mirar al pobre como un perro” (Durand, 1950: 50). En el cuento “Vino tinto”, del libro Campesinos, el administrador de una viña se enfrenta a un contingente de trabajadores ebrios que pide vino todas las tardes. Este se compadece, pero no sabe qué hacer: “La única felicidad del pobre es tomar su traguito”. Al negarle el trago a un campesino, este decide sustraerlo en la noche, pero producto de un accidente cae a un barril y se ahoga (Durand, 1950). En otro cuento, de Tierras de pellines, un campesino roba el cuero de un buey para poder emborracharse, pero se contagió de una bacteria que el animal tenía, muriendo a las pocas horas (Durand, 1929).

Un tercer aspecto es la representación de género. El escritor describe los papeles que debían desempeñar mujeres y hombres. Por un lado, las mujeres son expuestas como débiles o traidoras, si provienen de los sectores populares. Una de ellas, al ser descubierta por su suegro engañando a su hijo es sentenciada por el suego: “Cochina, cochina”. Al encararla se agreden mutuamente, hasta que Sebastián, el hijo engañado, termina matando a su progenitor (Durand, 1950). Por otro lado, las mujeres de clase alta son lo contrario: tímidas, pero activas y autónomas. Así sucede con Hortensia, quien, enamorada de su cuñado, decide irse a Santiago para olvidarlo (Durand, 1958). En el caso de los hombres, estos eran comprendidos como infieles por naturaleza, no siendo juzgados de la misma forma que a las mujeres. Es el caso de Anselmo, quien en Frontera tenía fama de “don Juan”, se casó con Isabel, hija de comerciantes empobrecidos. A ella la cuida y protege, pero no le permite trabajar:

 

 

—¡Si yo soy capaz de hacerlo! Es cuestión de que me expliques lo que debo hacer.

—No. Usted se ocupará de su casa y de su marido. Con eso tiene ocupaciones de sobra (Durand, 1980: 259-260).

 

 

Pero Anselmo, a pesar de casarse, no dejó de frecuentar los prostíbulos o casas de “remolienda”. Cuando murió Isabel, se pasó un tiempo en duelo, pero volvió de nuevo “a mirar a las mujeres como un instrumento de placer” (Durand, 1980: 375).

Como último aspecto que describió Durand en su obra, mencionaremos las tradiciones, costumbres y habla campesina. El mundo campesino no estaría hecho solo de conflictos o precariedades, sino de profundas creencias, leyendas, supersticiones y otros aspectos valiosos de la vida cotidiana: las fraternas relaciones con los animales; la solidaridad entre los vecinos; el uso de las yerbas medicinales y las canciones populares. En el caso de la salud mapuche, las “meicas” son un personaje extremadamente valorado por Durand, donde a través de las yerbas, ellas podían salvar la vida de una persona. En el caso de Anselmo, en Frontera, este fue curado por una machi antes de la llegada de su médico personal. Después supo que ella absorbió su enfermedad, para luego vomitarla: “¡Tendrán pacto con el diablo estos indios condenados!”, diría Anselmo. Al llegar el médico, este evidenció la mejoría: “¿Para que estudiamos tanto en la universidad, cuando un mapuche hace todo igual?” (Durand, 1980: 151). De las leyendas campesinas, el autor describió algunas: el Lampalagua, una serpiente que aparece en los caminos a Curacautín (Durand, 1958: 19); El Reni, que eran mujeres que cantaban y tocaban guitarras con cuerdas de oro (Durand, 1929: 118) y el Alicanto, un pájaro misteriosos que vive en los cerros (Durand, 1958: 118).

Cabe destacar el hermoso coro de palabras y “habla campesina” que Durand rescata en todos sus cuentos, incluso colocando un glosario al final de cada libro. La mayoría de estas palabras provenían del mapudungún, como “lloco” (caballo ordinario); “mansun” (buey); “maloca” (asalto de mapuche a poblados); “chope” (puñete); “guieñi” (niño pequeño) o “cullín” (dinero) (Durand, 1980).

En resumen, en los cuentos mencionados damos cuenta una sociedad violenta, que exige mayor presencia del Estado, conservándose una profunda cultura popular campesina. Esto se refuerza al leer Frontera, la obra magistral de Durand y la última que publica en vida (en el año 1949). A continuación, analizaremos algunos aspectos de este libro y lo complementaremos con fuentes históricas e investigaciones en torno a Traiguén y Angol, lugares donde trascurre la mencionada novela.

 

 

Una frontera sin dios ni ley

 

 

Según el crítico literario Jaime Concha, Frontera de Luis Durand, tuvo una posible influencia en la lectura de la historiografía de Francisco Encina y Álvaro Jara, contemporáneos al escritor y depositarios de una escuela historiográfica estructuralista, las cuales promovían la integración cultural a la nación (Pinto, 2016). En ese sentido, Frontera fue una novela histórica que se enfocó en “las consecuencias de la guerra del salitre y la reciente ocupación de la Araucanía”, particularmente en la zona de Angol y Traiguén. Pero Concha, por lo mismo, criticó lo asimétrico de su composición, que priorizaba en aspectos más sociales que políticos, teniendo escasa relevancia el Estado y la guerra civil de 1891, donde participa el protagonista del libro. Finalmente, el crítico literario consideró en su estudio que la muerte de Anselmo, el patrón, no tiene “lógica alguna” (Concha, 2016: 166). En realidad, para entender estas críticas y el contexto en donde transcurre la novela, es necesario resumir algunos de sus argumentos y contrastarlos con algunas fuentes o historiografía de las últimas décadas, sin la pretensión de convertir el presente artículo en un referente sobre la historia de Traiguén o la ocupación en la Araucanía de fines del siglo xix.

Como habíamos adelantado, el protagonista de Frontera es Anselmo, un terrateniente de la zona, contemporáneo a José Buster (Mardones, 2016).[5] Al igual que este último, Anselmo aprovechó la instalación del Ejército chileno en las tierras mapuche, comenzando su expansión comercial y de propiedades producto del engaño y la violencia. Engaño, porque compraría tierras a bajo precio, entregándole alcohol a los mapuche. Así como le reclamó el cacique Jacinto Cayul en la novela:

 

 

Yo era tu amigo, Anselmo, y creí en que tú también eras mi amigo, hasta el día en que me engañaste en la casa del escribano Albarrán. Yo no te escrituré mis tierras de sembrar, sino la montaña de arriba y los pangales de Cullinco… porque Cayul no sabe leer en papeles que escribe el escribano Albarrán (Durand, 1980: 27).

 

Albarrán, era un ex capitán de la Guerra del Salitre que se convirtió en escribano y coludido con Anselmo estafaron a los mapuche. Finalmente, el asunto con “Cayul” se resolvió entregándole más dinero y “Jamaica” (alcohol). “Con Jamaica y unos cuantos pesos se hacen cosas”, diría Anselmo. Pero no todos los conflictos se resolvieron por esa vía. Anselmo se hizo respetar en la zona de Traiguén mediante la violencia y la extorsión. Acompañado de un sequito de ex presidiarios, ex soldados y caciques, el protagonista asesinó y expulsó de Traiguén a todo quien se le impusiera. Fue el caso de Aceval Caro, otro hacendado, que estaba comprando tierras en Traiguén. Anselmo preparó la emboscada, sin miedo a represalias del Estado: “El Gobierno está muy lejos y allá en Santiago no les importa un cuesco lo que pasa aquí”. Así, capturan a Aceval, expulsándolo: “Camina antes de que te apalee como a un perro”, asegura Anselmo (Durand, 1980).

Tal escenario más tarde fue descrito por el historiador Julio César Jobet, quien, en su Ensayo crítico del desarrollo económico social de Chile, afirmó que con la ocupación de la Araucanía los “indígenas fueron despojados de casi todas sus tierras, constituyéndose el gran latifundio sureño” (Jobet, 1951: 50). El alcohol fue un instrumento igual de efectivo que las armas; según el autor, el propio José Buster, quien recibió el apoyo de la fuerza militar para instalarse como productor de cereales, extorsionando a los pequeños agricultores con la “compra en verde” de sus productos (Jobet, 1951: 69). Eso provocaría una larga secuela de crímenes, robos, despojos, cuatrerismo, bandolerismo y conflictos sociales, “que aún no se resuelven del todo” (Jobet, 1951: 51). Tales afirmaciones son publicadas dos años después que se editara Frontera.

En definitiva, después de la ocupación de la Araucanía la zona fronteriza continuó gobernada mediante la violencia y no precisamente por un Estado moderno. Al menos esta sería la visión de Durand para el caso de Traiguén entre 1884 y 1891, periodo en que trascurre su novela. ¿Qué dirán posteriormente las investigaciones históricas en torno a esta época?

Uno de los primeros estudios enfocados en la vida fronteriza fue realizado por historiadores de la Universidad Católica en 1982. Encabezados por Sergio Villalobos, pretenden entregar una visión matizada de la “pacificación de la Araucanía”, donde después de una ocupación violenta vendría una etapa de absorción de los dominados, con un afluente comercial importante entre españoles e indígenas. “El vino y el aguardiente tenían especial atractivo para los araucanos en cuanto les permitía disponer en todo momento bebidas alcohólicas de altar gradación” (Villalobos et al., 1982: 35; Villalobos, 1995). Con esto se negó una rebelión indígena con la ocupación de 1881, la cual más bien “se resolvió en palabras antisonantes, parlamentos bien intencionados, temores, amenazadas y escaramuzas. La convivencia fronteriza había sido el verdadero factor de una integración iniciada en el siglo xvii” (Villalobos et al., 1982: 64). Cabe afirmar que, en Frontera, Durand no niega una convivencia entre mestizos y mapuche; al contrario, estos últimos comerciaban con hacendados, incluso trabajaban en sus propiedades. En el caso de Anselmo, este tenía una buena relación con algunos caciques que integraban su banda criminal. Pero esta convivencia era en base al poder del dinero y la violencia del colono, que debía imponerse por la fuerza y su carisma. Así lo afirma un “inquilino” al hablar del patrón Anselmo:

 

 

Yo he conocido muchos ricos. Muchos. Y sé lo que hablo. Este jutre es arrebatao… pero es más güeno que el pan… es muy hombrazo. Y sabe conocer la necesidad del pobre. Le gustan las mujeres, el licor y too, sin propasarse. Así ha de ser el hombre, don. Este jutre no tiene no más que una cara. Y ¡caramba!, el que se la hace se la paga, no más (Durand, 1980: 282-283).

 

Más adelante, la supuesta “convivencia” fue estudiada por el historiador Jorge Pinto, quien describió el bandidaje extensivo a partir de la ocupación de la Araucanía. Para Pinto, con la ocupación definitiva de Angol, Traiguén y Temuco en 1881, comenzó un periodo de exportación de trigo a los mercados externos, apareciendo varios de los personajes de la novela Frontera: tinterillos, colonos extranjeros, desertores del ejército y fugitivos de la justicia, haciendo de la frontera una zona conflictiva, la cual se caracterizó como un espacio propenso al bandidaje social (Pinto en Villalobos et al., 1985: 107). Así la criminalidad se expandió producto la fragilidad estatal y la precariedad de las instituciones de control social (Contreras, 1990).

Finalmente fue el historiador Leonardo León Solis quien intensificó los estudios en torno a la violencia y la criminalidad en la Araucanía entre 1880 y 1900, concluyendo que la debilidad del Estado, la crisis del cacicazgo y la irrupción de los intereses privados, generaron una “verdadera guerra social” en la zona (León Solis, 2005: 12). Esto se graficó en un aumento de la criminalidad, los conflictos familiares, la masificación de los burdeles, la prostitución y el consumo de alcohol, viéndose involucrados tanto colonos, como policías, mapuche y mestizos (León Solis, 2005; León, 2001). Pero para León Solis sería el “mestizo” el mayor protagonista de aquella violencia y no necesariamente el pueblo mapuche, quienes “fueron, son y será un pueblo de gente pacífica, respetuosa del orden, de la ley y del prójimo”. Afirmaciones que incluso rayan en lo ahistórico; son tan deterministas como afirmar que los mapuche serían (son y serán) una “raza guerrera y violenta”.

León Solis en realidad está enfrentándose a algunos historiadores huinca, como les llama, y “fundamentalistas mapuche”, que en la actualidad estarían realzando la “tradición guerrera” como rasgos que opacarían su “cultura política, su excelente manejo diplomático y su reconocida capacidad mercantil” (León Solis, 2005: 42-43). Pero es el propio contenido del libro donde el autor se contradice, porque por lo leído serían los mapuche, mestizos, colonos, quienes ejercen la violencia en la frontera. Claramente no existiría una causa “genética” en sus actos o adoración a la violencia, sino explicado por un contexto histórico que permite que esto ocurra. Uno de los mencionados por León Solis es el Cacique Domingo Melín, quien se describe con un amigo de las autoridades chilenas, al denunciar a su propio hermano de asaltar Traiguén. Días más tarde, Melín fue asesinado por trece personas, acusado de traicionar “su Nación” (León Solis, 2005: 28).

Casualmente, Domingo Melín es mencionado por Durand en Frontera, como un cacique que apoyaba a Anselmo, teniendo una relación casi paternal con el patrón. ¿Acaso será el mismo Domingo Melín? Claramente nuestro objetivo no es homologar historia y literatura, pero es interesante que en la figura de Domingo Melín se genera un diálogo entre ambas disciplinas, logrando encontrar una suerte de complicidad silenciosa, pero inquietante. Así lo describe Durand en Frontera: “De su vieja estirpe araucana había heredado las nobles cualidades. Y así como un espléndido animal nace con aptitudes para correr o saltar, Domingo nació con un sentimiento absoluto de la lealtad y la corrección” (Durand, 1980: 100). Es por esto, que Melín acompañará a su patrón en ‘buenas y malas’; en saqueos y prostíbulos, incluso será herido en un ataque que buscó matar a Anselmo en su propia casa. Esa vez fallaron, pero después de la guerra civil de 1891, otro ataque a la casa de Anselmo terminó en tragedia. Su amante, en defensa propia, tomó su arma y mató por equivocación a Anselmo. Este sería el “ilógico” final que se refiere Jaime Concha en su crítica literaria de Frontera. Pero si comparamos esta novela, con los cuentos de Durand, este es un final bastante lógico después de todo: un hombre que había matado y robado a lo largo de su vida, no podía terminar sino en una muerte trágica. Por lo demás, la venganza entre colonos de Traiguén y Angol era un hecho que comprobó el propio León Solis en su texto antes mencionado: asaltos en sus propias casas o vendettas en ranchos y bares (León Solis, 2005: 184-185).

En definitiva, la frontera fue, a fines del siglo xix, un espacio de intercambio social y comercial, pero dentro de un ambiente de violencia y crisis de gobernabilidad. La novela Frontera, escrita por Durand, fue un espacio narrativo que se adelantó a la historiografía en el tratamiento de esta temática, claramente dentro de un género ficticio, pero con memorables indicios para la investigación histórica.[6] Tal como apunta un admirador de Durand: “Los escritores suelen adelantarse a la realidad, hablan de cosas que muy después suelen acontecer en esta: es el papel vaticinante del poeta” (Crónica, 1983). ¿Ocurrió así en este caso?

 

 

Las movilizaciones campesinas en Traiguén

 

 

Con la obra de Durand, al menos lo que hemos leído, tenemos una gran coincidencia y una profunda crítica. Lo primero es celebrar el ambiente que logra describir el autor, producto de su experiencia de infancia y adultez como administrador de fundos. La “frontera” entre la realidad y la ficción es claramente difusa de determinar en su relato, pero el espesor de sus narraciones otorga una importante claridad: la ocupación de la Araucanía significó una perpetuación de la violencia entre diversos sujetos sociales, permitiendo la expansión comercial y de las haciendas, a costa del relegamiento de los campesinos chilenos y mapuche.

En ello coinciden algunos estudios históricos antes mencionadas y el trabajo de Vergara y Correa con un grupo de investigadores en torno a la comunidad Temulemu (Traiguén); los actuales conflictos de dicha comunidad con el Estado y las forestales tendrían sus orígenes precisamente en la ocupación de la Araucanía, donde fueron radicados en 1884. Producto de la entrega de Títulos de Merced, los territorios de la comunidad se vieron gravemente afectados (Vergara y Correa, 2014: 40). En definitiva, entre 1881-1929 a los mapuche “se les reconoció una porción muy pequeña de tierras ocupadas por ellos… la extensión de los Títulos de Merced es sustancialmente menor a la de las antiguas jurisdicciones cacicales” (Vergara y Correa, 2014: 85). Esto ha generado la continuidad del conflicto en la Araucanía, sobre todo con la fuerza que se conoce desde 1997.

Según el historiador Fernando Pairicán, la adopción de la violencia política, por parte de algunas comunidades mapuche, apoyadas sobre todo por la Coordinadora Arauco Malleco (cam), tiene una serie de variantes. Sería parte de un debate latinoamericano más amplio, desarrollado por los pueblos indígenas en rebelión (México, Ecuador, Bolivia y otros países); a la vez, existía la necesidad de recuperar las tierras que habían sido expropiadas desde el siglo xix, sumado al avance del neoliberalismo en la Araucanía con la instalación de empresas forestales e hidroeléctricas (Mininco o Ralco) y, finalmente, el desarrollo ideológico y la propia experiencia política del pueblo mapuche desde los años ochenta, lo cual generó que agudizara el conflicto en la Araucanía desde 1997, con el incendio de tres camiones en Lumaco (Pairicán, 2015). Estos procesos no fueron imaginados ni creados por un “fundamentalismo mapuche”, como sostuvo erróneamente León Solis, sino que es un conflicto con raíces más profundas, donde la violencia política ha sido un instrumento que tanto las forestales, el Estado, la policía y algunas comunidades han ejercido para resolver un conflicto económico, social y cultural (Pairicán, 2014). Este conflicto está anunciado claramente en la obra de Durand, precisamente en Frontera, mediante la descripción de la violenta sociedad fronteriza, pero evidentemente con otras intenciones. Últimamente y en la misma línea, existen otras perspectivas que dan cuenta de las memorias en torno a la ocupación, desplazamiento, Reforma Agraria y contrarreforma en la provincia de Malleco (Rojas et al., 2017).

La discrepancia con Durand es en torno a sus posibles intenciones integracionistas, las cuales describen a los personajes, sobre todo campesinos y mapuche, como sujetos que no tienen otra opción que “integrarse” al proceso de ocupación y nacionalidad chilena. Según Ezequiel Adamovsky, el discurso criollista tuvo ese atractivo: visibilizar “la heterogeneidad étnica de la nación”, comparada con la metrópolis, pero donde lo indígenas queda dominado por los autodenominados “criollos” (Adamovsky, 2014). Al respecto, la antropóloga Venera Stolcke el racismo en América Latina sería producto que en el modelo occidental de sociedades de clases, donde las desigualdades sociales están fuertemente justificadas por la naturalización de clase, género y raza (Stolcke, 2000). Esto Durand lo imprimió tanto en sus cuentos como en Frontera. Según sus propias palabras, en una entrevista de 1939, cuando estaba escribiendo la novela, explicó que esta trataba “de la época en que las tropas chilenas doblegan para siempre la rebeldía indígena y llegan los primeros colonos extranjeros” (Quezada, 1983: 46). Ese determinismo, graficado en la frase “para siempre”, no le permitió visualizar al autor lo que estaba ocurriendo en su propio tiempo, no quiso o no supo de la discontinuidad histórica que comenzó a ocurrir a fines de los años treinta.[7]

Ese mismo año, mientras Durand comenzaba a escribir Frontera, una avalancha de movilizaciones campesinas invadió el país bajo el gobierno de Pedro Aguirre Cerda. Según Brian Loveman, solo en 1939 se crearon doscientos sindicatos, el doble comparado a los 93 formados entre 1932 y 1938. Por otra parte, entre 1939 y 1941, los trabajadores agrícolas presentaron más de 488 pliegos de peticiones. Una cifra increíble contrastada a los 35 presentados en el gobierno de Alessandri (Loveman, 1971). La respuesta patronal no se dejó esperar y la Sociedad Nacional de Agricultura le pidió paralizar la sindicalización campesina mientras se elaboraba una ley especial para el campo. El Frente Popular y los partidos de izquierda accedieron a ello, suspendiendo la formación de nuevos sindicatos (Almino et al., 1970). En Traiguén, el periódico El Colono celebró esta medida, porque en Chile supuestamente no existían grandes terratenientes como en México o Argentina. Según un agricultor de la zona central, “Para los campos deberá hacerse una legislación especial y adecuada”, ya que una huelga podría conllevar la quiebra del agricultor, y por ende, de los propios trabajadores (El Colono, 1939a y 1939c).

Aunque en la provincia de Malleco no existió una gran cantidad de manifestaciones, de todas maneras se vivieron ciertas experiencias que demostrarían capacidad de autonomía de los sujetos sociales frente a los determinismos y las estructuras de dominación. Algunos de los casos se dieron en Traiguén. Hasta allí llegó el Ministro de Tierras y Colonización, el socialista Carlos Alberto Martínez, quien se reunió con representantes de distintas reducciones mapuche, pidieron entonces a la autoridad que se hiciera una “revisión de sus tierras de acuerdo con sus planos antiguos y restitución del terreno apropiado por particulares” (El Colono, 1939b). Este confirmó con el tiempo la imposibilidad de ejecutar una Reforma Agraria inmediata, sino mediante la profundización de la Caja de Colonización Agrícola, organismo que fue obsoleto y aplazó el conflicto de tierras para décadas posteriores (Martínez, 1939; Huerta, 1989: 52), postergando aún más la distribución equitativa de las tierras.

Otras organizaciones, como el Frente Único Araucano, organizaron en Los Sauces una concentración el 7 de enero de 1939, donde le pidieron a Aguirre Cerda el cese de las persecuciones y despojos vividos en el último tiempo (El Malleco, 1939: 2). Meses después la Corporación Araucana hizo lo mismo en Traiguén, con el objetivo de reformular la Ley Indígena (El Traiguén, 1939: 3). En el fondo, aún eran organizaciones que no se planteaban la autodeterminación ni la autonomía política, pero que sí avanzaban en organización por la supervivencia de su cultura (El Frente Araucano, 1939: 4).

Sin pretender realizar un exhaustivo recuento de las movilizaciones en la provincia de Malleco, lo importante es resaltar que dicho territorio no estuvo exento del ciclo de movilizaciones campesinas. Por lo demás, tales manifestaciones tuvieron una marcada identidad indígena, en las más de treinta las presentaciones de pliegos de peticiones y cinco huelgas agrarias entre 1939 y 1949 (Loveman, 1971). Uno de sus dirigentes más importantes fue Venancio Coñuepán, fundador de la Corporación Araucana y posteriormente diputado entre 1945-1949 por el Partido Conservador (Ancán Jara, 2010). En una carta dirigida al presidente González Videla en 1947, Coñupán le solicitó la creación de la Oficina de Asuntos Indígenas, cuyo objetivo sería darle créditos y dirección técnica para mejorar la producción agrícola, y así duplicar los “800.000 quintales métricos de trigo” producido por comunidades mapuche (Cámara de Diputados, 1948). Hasta un año no hubo respuesta; las prioridades de González Videla eran otras.

La desarticulación del incipiente movimiento campesino se debió a dos legislaciones promulgadas en el gobierno de Gabriel González Videla: la ley de sindicalización campesina de 1947, la cual colocaba enormes trabas a la formación de sindicatos y la Ley de Defensa Permanente de la Democracia de 1948, que no solo coartó la militancia comunista, sino también al movimiento obrero, campesino y mapuche (Acevedo, 2015; Dalla Porta, 2014).

¿Cuál es la relación de este proceso antes mencionado y la radicalización que vivió la zona de Malleco entre 1969-1973? Una posibilidad sería que la revuelta campesina fue producto de los años de postergación y conflictos no resueltos vividos precisamente a comienzos del siglo xx (Barrientos, 2014: 12). Como plantea el mismo autor, la represión y violencia rural ocurrida desde septiembre de 1973 no era nueva en las zonas mapuche del sur de Chile, sino una continuación de los vejámenes y atropellos sufridos a lo largo del siglo XX (Barrientos, 2003).

 

 

Conclusiones

 

 

Revisar parte de la obra de Luis Durand en el presente artículo no responde solo al objetivo de utilizar su material como una mera fuente de análisis histórico, sino para demostrar que la literatura en ocasiones puede ser pionera al observar y describir temáticas que posteriormente son de interés para las ciencias sociales. Las representaciones, como plantea Chartier, son imágenes que pueden canalizar lo real (Chartier, 1992: 57-58), y en el caso la sociedad fronteriza que describe Durand se logra ilustrar un espesor que a continuación varios historiadores graficaron con otras fuentes, aunque con diferentes conclusiones. ¿Habrán conocido o leído la literatura de Durand, los historiadores Sergio Villalobos, Jorge Pinto o Leonardo León Solis? No lo sabemos, pero pudo haber sido inspirador y útil al momento de interiorizarse en el mundo fronterizo. Con esto, concluyo que existe una profunda complicidad y colaboración entre la historia y la literatura, existiendo una frontera marcada, pero dialogante: la narrativa ficcionaria debe ser parte del análisis y metodológica del historiador, quien debe saber que ficción no es sinónimo de realidad, pero tampoco de falsedad (Ginzburg, 2009: 131).

El propio Luis Durand escribió una reflexión en torno a la relación de ambas disciplinas y la frontera que las une y separa:

 

 “Chile país de historiadores, es una frase que se oyó repetir mucha ves en los comienzos del siglo. La frase tenía su tonillo impertinente y despectivo, pues intentaba hacer creer que era este, un país de gente sin imaginación; seca, rígida, documental. Sin más vibración que la proporciona una fecha, los detalles de un descubrimiento o una acción de guerra. En la actualidad [1950], la apreciación es errada, pues el concepto moderno de la historia va por caminos que lindan y hasta se confunden, no pocas veces, con la creación literaria (Durand, 1948b: 1).

 

 

La literatura debe compartir entonces un espacio en nuestro escritorio, junto con los periódicos, los testimonios, las sesiones del parlamento, los documentos de archivos. Porque como diría Iván Jablonka: “El desprecio a la literatura puede llegar a pagarse caro” (Jablonka, 2016: 17).

 

 

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Versión original recibida: 15/10/17              

Versión final recibida: 04/09/18

 

  Aprobado: 05/11/18

 

 

 

 

 

 



* A Arnaldo Rodríguez por regalarme, de su bella biblioteca obrera, el libro Frontera de Luis Durand. Agradezco a Lorena Ubilla y Rolando Álvarez por sus comentarios y sugerencias.

** Universidad de Santiago de Chile, Santiago, Chile, ORCID 0000-0002-2467-9797, nicoacevedo@gmail.com

[1] El criollista fue un movimiento literario que se inspiró en el relato de las costumbres populares, sobre todo el mundo campesino. Al respecto, véase a Ricardo Latcham, Ernesto Montenegro y Manuel Vega, en El criollismo (1956).

[2] En torno al concepto de “representación” se recomienda leer a Roger Chartier, en El mundo como representación. Estudios sobre historia cultural (1992), páginas 163 a 180.

[3] Se recomienda además a Horacio Legrás, en Literature and Subjection. The Economy of Writing and Marginality in Latin America (2008).

[4] Utilizamos “mapuche”, sin “s”, porque significa “gente de la tierra”, es decir, conlleva lo plural.

[5] Terrateniente que es nombrado en Frontera. Buster llegó a Traiguén en 1884, dedicándose principalmente a la producción del trigo. Al respecto, véase a Christian Mardones Salazar, en Notas sobre Traiguén: los primeros años 1878-1930 (2016).

[6] Sobre la importancia de los indicios el ejercicio historiográfico, véase Carlo Ginzburg, Mitos, emblemas, indicios. Morfología e historia (2013), páginas 185 a 239.

[7] El concepto de “discontinuidad histórica” le pertenece a María Angélica Illanes en su artículo “En los caminos de la patria. El desalojo campesino como castigo político patronal. Chile, 1938-1947” (inédito, 2014).